jueves, 29 de agosto de 2013

El Mito de la Democracia Más Antigua

Los amantes de las frases hechas suelen repetir, cada vez que se acerca un nuevo aniversario del golpe militar de 1973, que ese evento acabó con "la democracia más antigua de América Latina". Aparte de las necesarias dosis de chovinismo, el argumento al que más se echa mano para sostener esa tesis es el supuesto de que en Chile prevaleció una estabilidad política iniciada tras la promulgación de la constitución de 1833, documento que ya exigía la celebración de comicios al menos para elegir presidente. Y que a partir de ese acontecimiento, hasta el derrocamiento de Allende, las diversas situaciones de conflicto que se suscitaron entremedio no habrían significado, a diferencia de otros países de la región, un gran derramamiento de sangre, un quiebre social demasiado vistoso o la asunción de un caudillo que hubiese llevado adelante un gobierno absolutamente personal manteniéndose en el poder por un largo periodo de tiempo.

Analicemos estas argumentaciones de manera somera. La carta fundamental de 1833 es considerada el puntapié inicial de esta "tradición democrática" sólo porque este tipo de documento escrito fue inventado por los próceres independentistas de Estados Unidos, nación que a su vez es considerada "la democracia más antigua del mundo". Sin embargo, nadie puede asegurar que una constitución no sea más autoritaria incluso que los regímenes absolutistas contra los cuales estos tratados fueron creados. De hecho, en Chile tenemos un ejemplo muy citado en el texto promulgado en 1818 bajo la administración de O'Higgins, acerca del cual ningún historiador duda en señalar como redactado con el afán de justificar una dictadura. El legajo que se publicó quince años después, por su parte, no es precisamente una garantía en lo que a derechos ciudadanos se refiere. Entre otras peculiaridades impedía el ejercicio público de cualquier credo además del catolicismo, y sólo permitía el sufragio de los varones letrados de más de veinticinco años que poseyeran un bien raíz, con lo que el voto quedaba restringido a unas quinientas personas, casi todas hacendados aparte de algunos propietarios de las entonces incipientes concesiones mineras. Bastante lejos del principio de universalidad que se supone deben tener todas aquellas elecciones "libres y participativas" que conforman la prueba esencial al instante de definir una administración como demócrata o como una autocracia.

Quizá la confusión se explique porque muchos consideran esos aspectos como parte de la idiosincrasia social chilena del siglo XIX, antes que imposiciones de un líder carismático, megalómano y avasallador, como habría ocurrido justamente con el documento promulgado a comienzos de la legislatura de O`Higgins. No obstante, existen pruebas que refutan el supuesto carácter democrático de la constitución de 1833, que han sido dadas por los mismos historiadores y que han pasado a formar parte de esas frases cliché recordadas al inicio de este artículo. Como simple muestra, sólo cabe señalar que a las tres primeras décadas de aplicación de esa carta fundamental se les conoce con el nombre de "república autoritaria", un periodo en el cual los presidentes eran elegidos por diez años (de acuerdo: eran dos mandatos consecutivos, pero bastaba una confirmación a mano alzada para que el magistrado se mantuviera en el cargo sin que para preservarlo tuviera que enfrentar competencia), y que tras una breve pero intensa rebelión -la de 1859- dio paso a la supremacía de los liberales, cuya única diferencia con los conservadores era que no comulgaban tanto ni se confesaban más seguido. Cuando se comenzó a avanzar hacia un liberalismo de verdad, estalló la guerra civil de 1891 que paró en seco el proceso, de modo muy equivalente al golpe de 1973 respecto del régimen de Allende, y que de hecho significó un quiebre institucional bastante importante. Se continuó con el desastroso parlamentarismo, que dio paso a un lapso oscuro entre 1925 y 1932 caracterizado por la anarquía, los gobernantes defenestrados y los sucesivos pronunciamientos militares, todo lo cual remató en la publicación de una nueva constitución, acontecimiento que por sí sólo es la muestra más plausible de una profunda ruptura institucional. Es decir, una serie de quiebres significativos a los cuales se deben agregar las diversas masacres de agentes del Estado contra obreros y poblaciones desarmadas como Santa María, Marusia o Ránquil, como para refutar aquello de que en Chile no se han suscitado fuertes derramamientos de sangre además del por ya muchos conocido.

La conclusión a extraer es que no porque los encargados no los mencionen o no los quisieran mencionar, no existan quiebres antes de 1973 ni éstos tengan un grado de preponderancia tal que impliquen un viraje en la historia nacional. Chile jamás tuvo una democracia ancestral antes de la andanada de Pinochet y sus secuaces, y las opiniones al contrario son sólo parte de ese orgullo patriotero y al mismo tiempo mojigato que suele mostrar la oligarquía local. No somos una sociedad con tradición democrática sino un país bananero más. Y este engreimiento recién mencionado es una clara muestra de ello.

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