domingo, 22 de mayo de 2016

No Se Agrede A Los Bomberos

De todos los hechos repudiables que rodearon el incendio al edificio del Concejo Municipal de Valparaíso, provocado por una turba que se descolgó de las manifestaciones motivadas por la cuenta pública del veintiuno de mayo, hay uno que los medios de prensa apenas han consignado, quizá porque toda la atención se ha centrado en la muerte del vigilante Eduardo Lara, al parecer asfixiado por el humo que debió respirar mientras se encontraba atrapado dentro del inmueble siniestrado. Se trata de las agresiones de las cuales fueron víctimas los bomberos que asistieron a controlar el fuego, de parte de sujetos que si no participaron, al menos vieron con beneplácito el ataque que sufrió esa construcción. Hecho inaceptable que en momento alguno fue contrarrestado por los policías, que como en ocasiones anteriores, se concentraron en reprimir a los marchantes pacíficos y no le prestaron un mínimo de interés a estos grupúsculos conformados de seguro por los de siempre.

Aparte de la estupidez congénita, irracional y supina de quienes golpean a los bomberos porque llevan un uniforme y su instrucción incluye ejercicios militares, existe un suceso histórico que justifica las acciones de estos subnormales y que por desgracia se encuentra plenamente documentado. Durante la asonada de 1973, cuando los últimos componentes del gobierno de la Unidad Popular que se mantenían con Allende en La Moneda, fueron desalojados del palacio presidencial y mantenidos pecho a tierra en la vereda por los sublevados, el comandante de los "caballeros del fuego" que llegó al mando del contingente destinado a apagar el incendio provocado por el bombardeo de la aviación, no halló nada mejor que extender la manguera sobre las espaldas de los prisioneros, al mismo tiempo que les profería varios insultos y amenazas por pertenecer a una legislatura de orientación socialista que había sido recién derrocada. Más aún, según algunos relatos, les habría ordenado a sus subalternos que caminaran por encima de los desafortunados si la urgencia lo requería, cosa que un puñado de ellos -mínimo en todo caso- obedeció con gusto, y no precisamente por las necesidades de la emergencia.

Estamos de acuerdo en que se trató de un incidente lamentable. Sin embargo, igualmente fue un asunto puntual, que no reflejó el accionar posterior de los bomberos durante la dictadura. Por ejemplo, esa institución no persiguió opositores políticos a Pinochet ni muchos menos formó parte de la coacción sistemática que durante todo ese periodo llevaron a cabo militares, policías e incluso organizaciones civiles -la cual se mantiene hasta hoy- para acallar a los disidentes mediante detenciones arbitrarias, actos de espionaje, asesinatos y desapariciones forzadas. A lo sumo, de lo que se puede acusar a esa institución como tal es de una supuesta manipulación de su plana mayor por parte de la tiranía. Pero es una cuestión demasiado obvia, si consideramos que se trata de un cuerpo con estructura jerárquica relativamente antiguo, vistoso e identificable, que por esos aspectos puede ser mirado como una tradición nacional, y que más encima se dedica a una labor que por lo que encierra, la población siempre verá en términos positivos, como es apagar incendios. Distintas iglesias y hasta la Cruz Roja fueron víctimas de situaciones semejantes, y lograron reducirlas a una expresión insignificante, igual como acaeció con los caballeros del fuego, y ello las ha librado de ataques virulentos. Si existió algún bombero que participó en actividades que involucraron violencia del Estado, como lo descrito en el párrafo anterior, ejecutaron tales atrocidades desde fuera de la institución, perteneciendo a otros organismos. Ningún informe de derechos humanos ha arrojado una conclusión en otro sentido, y es más probable que el número de funcionarios que padecieron abusos, fuese mayor a quienes los ocasionaron.

Cada cierto tiempo, los noticiarios informan de que algún bombero es agredido en un sector medio bajo de una determinada ciudad, donde se los suele acusar de tardanza. Actitudes propias de "desclasados" como de seguro denominan a estas personas quienes recriminan a la institución por el incidente del palacio La Moneda, de quienes varios estuvieron presentes en la marcha del veintiuno de mayo. Quienes no comparten sus ideas han empleado, ya con abierto desdén, un vocablo que se acuñado en el último tiempo: "flaites". El que lo más seguro es repudiado por los marchantes de Valparaíso y no sólo porque sus detractores lo utilicen en contra de ellos. Sin embargo, y más allá de que colocar un mote es siempre un hecho arbitrario e injusto, queda preguntarse si quienes lanzaron piedras a los bomberos de la misma forma que lo hacen con los policías, no quedaron finalmente a la altura de aquellos "perdidos en su clase" a los cuales pretenden guiar. Aunque si tomamos en cuenta que se trató de pandillas de descolgados, y quizá se merezcan ser tildados con los adjetivos más despectivos que se pueden hallar, de modo adicional tendríamos que advertir a los que se estaban manifestando de modo completamente legítimo, que no están haciendo el trabajo que aseguran realizar.

domingo, 8 de mayo de 2016

La Herencia de Trump

Cuando ya se da por hecho que Donald Trump ganará la plaza de los republicanos a la elección presidencial de Estados Unidos, muchos militantes de dicha colectividad empiezan a manifestar una suerte de resignación penosa, al verse obligados a aceptar como su abanderado a un individuo alejado de los principios fundacionales del "partido de Lincoln", de tendencias fascistas, populista y frívolo a la vez -una mezcla frecuente de observar en los políticos de extrema derecha-, que evade el debate de ideas recurriendo al insulto y el chiste fuera de contexto y de grueso calibre -que no necesariamente alude a la sexualidad-, engreído y despectivo en su condición de empresario exitoso.

Personalmente, no encuentro aspectos en Trunp suficientes para calificarlo como un sujeto heterodoxo en relación con la historia, al menos la reciente, de los republicanos (y de la actividad política norteamericana en general). Quizá resulte diferente -y a la vez chocante- la forma en que se expresa; pero finalmente es un tipo carismático que está buscando convencer a la población para que llegado el momento vote por él, algo que hace todo candidato a un cargo público elegible. Si revisamos la trayectoria de los últimos cuatro presidentes de ese partido que llegaron a la White House mediante comicios (para excluir a Gerald Ford), tenemos que ninguno dejó de acudir al discurso populista, en el sentido de exponer ideas extremistas y poco racionales con un lenguaje mesiánico, el que por lo demás llevaron adelante una vez instalados en el poder, con las consecuencias negativas que ello significó para el país. Nixon se presentó como el contenedor de las conductas libertinas surgidas en los sesenta, apelando al doctrina del destino manifiesto, tanto dentro como fuera del territorio estadounidense. Reagan insistió en un discurso belicista y anticomunista, mientras al interior de su nación aplicaba a rajatabla los principios más draconianos del nuevo liberalismo. Los Bush, por su parte, allegados a la derecha religiosa, siempre aprovecharon la oportunidad para señalarse como la consecuencia de un mandato divino.

Y todos, como los economistas ligados a su sector ideológico suelen vaticinar a propósito de los populistas, no acabaron sus mandatos de buena manera. Nixon se vio forzado a renunciar por el escándalo Watergate; los Bush dejaron al país con sendas recesiones, y Reagan, a quien le suelen aplaudir su victoria sobre el comunismo, no obstante generó con sus políticas monetarias -menos de tinte pragmático que doctrinal-, situaciones de pobreza, desigualdad e inseguridad social que impulsaron a los norteamericanos a endeudarse en créditos abusivos -los mismos que generaron el colapso de 2007, cuando un proceso propio de este sistema los dejó en la incapacidad de pagarlos- y que hicieron tambalear hasta los valores más tradicionales de la nación, como la familia (ya que se basaba en la capacidad proveedora de uno o los dos padres, que podían sostener una casa gracias a empleos estables y bien remunerados), eso último pese a que la derecha religiosa siempre trata de hacer creer lo contrario. Más aún: uno de los resultados más palpables que provocaron las iniciativas del (mal) actor fue la erección de magnates vanagloriosos, que basaban su fortuna de modo casi exclusivo en la especulación y que no tenían escrúpulos en disolver compañías importantes si esto les acarreaba siquiera una mínima ganancia, lo que luego presentaban como un triunfo y la demostración de un actuar correcto. Uno de esos individuos, precisamente, es Donald Trump, quien formó un imperio a partir del negocio inmobiliario, a través de las pequeñas empresas que heredó de su padre, conocido constructor de viviendas sociales, las que justamente fueron abandonadas tras los ocho años de Ronald en favor de la edificación de hogares para ricos con los que unos cuantos podían obtener suculentas sumas de dinero.

En resumen, tenemos que Trump es hijo político del presidente republicano más querido por ese partido de los últimos años, y además admirado por muchas personas tanto dentro como fuera de su país. Por ende, no es sino la continuidad de esa colectividad, que hace muchos años se alejó de sus principios fundacionales, si es que son distintos a los que en teoría representa el magnate inmobiliario. Algo que ha acontecido con prácticamente todas las organizaciones partidistas en las décadas recientes, que se limitan, independiente del sector ideológico al que aseveran pertenecer, a no hacer enojar a los grandes acaudalados tanto connacionales como extranjeros. Y su carácter avasallador lo torna un candidato estadounidense típico, mismo factor que lo tiene con opciones de llegar a la Casa Blanca, donde arriban quienes son (supuestos) emisarios divinos. ¿Qué queda? Sólo que no salga electo. Aunque al frente haya un mal apenas menor, integrante de otro grupo que también ha olvidado sus dogmas originales, algunos de los cuales por cierto eran mucho menos democráticos que los de los republicanos.