domingo, 22 de junio de 2014

Una Corona Bajo Los Pies

Han pasado algunos días desde la entronización de Felipe VI en España, el hijo primogénito de Juan Carlos quien debió remplazar a su abdicado padre. Y en las calles del país, aún se pueden ver protestas pro republicanas, varias de ellas surgidas de modo espontáneo, pese a que el gobierno del primer ministro las prohibió para la ceremonia de coronación. Una muestra más de la escasa consideración que buena parte de la ciudadanía peninsular le tiene a su monarquía, a la cual no le aceptan el haber sido repuesta por Francisco Franco, en un intento de ese dictador de perpetuar su régimen más allá de su desaparición física. Antecedente al que se han añadido ciertas coyunturas, como los casos de corrupción que involucran a diversos miembros de la familia real, y el safari efectuado por el viejo Borbón en Botswana, donde se fotografió orgulloso junto a una joven amante y el cuerpo de un elefante recién cazado.

Quizá si la causa más visible que hace que los ibéricos desprecien a sus reyes, en efecto se encuentre en las circunstancias que propiciaron su restauración. Aunque tales elementos no sean los que uno tiende a citar, sino otros que probablemente se hallen en el subconsciente de los españoles, y que guardan relación con su acerbo más conservador, justamente el que los ha impulsado a tolerar, siquiera a regañadientes, una monarquía por ellos mismos poco estimada. Francisco Franco fue un dictador totalitario, tan contemporáneo como similar en sus métodos y megalomanía a Hitler, Mussolini o Stalin. Que salió victorioso luego de una cruenta -y demoledora para el bando contrario- guerra civil, manteniendo el poder por treinta y seis años, dejándolo sólo producto de la muerte. Además, ejerció aprovechando el sistema republicano que se había establecido en 1931, por lo que finalmente los ibéricos permanecieron cuatro décadas y media sin un rey. Y este jerarca imbatible, que ostentaba un poder absoluto -como los Luis previos a la Revolución Francesa, que también formaban parte de la casa de Borbón- y sólo respondía ante los dioses, puso la corona sobre la cabeza de un descendiente del último soberano, pero que había sido escogido previamente por él. Un acto que cuenta con un simbolismo comparable, ya que mencionamos a Francia, a lo efectuado en su instante por Napoleón, cuando le arrebató la cabecera al papa para colocársela por sí mismo.

España tiene el gran problema de contar con un monarca que no fue sucedido ni menos nominado por otro rey. Para colmo, la designación fue obra de un plebeyo que abarcó tanto poder que fue capaz de posicionarse por encima de cualquier nobleza. Y aunque se insista en que estos individuos "reinan pero no gobiernan", lo cierto es que la situación del de la península ibérica da incluso para cuestionar el hecho de llamarlo soberano. Cabe destacar que, más encima, Franco no nombró a Juan, el hijo mayor del depuesto Alfonso XII y heredero legítimo al trono, sino al nieto de éste, a quien preparó de un modo muy parecido al de un maestro frente a un discípulo, encargándose además personalmente de su educación, sustituyendo en este menester nada menos que al mismo padre de Juan Carlos. De nuevo observamos que la familia real se sitúa por debajo de uno de sus supuestos súbditos, el que realmente ocupa el máximo sillón. Mientras en otras latitudes se suscita un proceso lógico donde no cabe duda que el monarca está en una cima reservada para su exclusividad, aún tratándose de regímenes democráticos donde hay leyes que debe cumplir (pero que son especiales para ellos, y en casi todos los casos, anteriores al establecimiento del sufragio universal). Eso permite que sean útiles a determinadas circunstancias, por ejemplo en Bélgica y el Reino Unido, donde su mera presencia sostiene la unidad de esos Estados formados por pueblos poco ligados entre sí, algo que se pretende precisamente imitar en territorio hispano, por el asunto de los regionalismos. Pero es necesario consignar un dato: en las islas británicas la soberanía prácticamente ha determinado su actual sistema político, y aunque estuvo también abolida durante un tiempo -en el protectorado de Oliver Cromnwell-, finalmente fue la misma casa real y sus partidarios quienes la restauraron. Nunca requirieron de un agente externo.

La monarquía española es la menos costosa de Europa, y aunque en la actualidad se encuentre salpicada por escándalos de corrupción, es la nada misma frente a, por ejemplo, su par británico, cuyas inmoralidades y derroches de dinero -de los contribuyentes- alimentan la prensa rosa y el periodismo de farándula. Incluso la casa peninsular sale bastante indemne si se la compara con otros estamentos políticos hispanos, sobre todo los elegidos por el voto popular. Quizá la solución para buena parte de los inconvenientes que están atravesando por allá sea la instauración de una república. Pero mi consejo para los ciudadanos españoles, es que dejen de molestar por un momento a sus nobles y coloquen la atención en aquellas castas que le están haciendo un daño bastante más significativo al país, como los partidos y en especial la iglesia católica. La misma que es la principal opción a erigirse como factor de unidad si la familia real finalmente sucumbe. Y eso sí que sería nefasto.

domingo, 8 de junio de 2014

Rey Muerto y Rey Puesto

Tras la abdicación de Juan Carlos de Borbón y Borbón al trono de España, se ha podido constatar dos situaciones. Primero, que una vez más se confirma la máxima de "a rey muerto (o renunciado, que para el caso es lo mismos), rey puesto, con el traspaso de la corona a manos del hijo mayor del ahora ex monarca. Segundo, que como ha ocurrido en cada ocasión que la monarquía peninsular, independiente del motivo, se vuelve noticia en los medios masivos de comunicación de ese país, sus detractores se vuelcan a las calles pidiendo su abolición, ya teniendo como pretexto la coyuntura económica, el hecho de que este sistema de gobierno fue restaurado por el dictador Franco, o la acusación de que se trata de un anacronismo que contradice los principios de cualquier democracia occidental.

España -y esto ha quedado en evidencia durante las últimas décadas- tiene un importante e histórico problema de unidad nacional, el que queda demostrado por la constante tensión que existe entre las autoridades centrales -independiente de la tendencia política que representen- y los regionalismos, que en épocas recientes, y sin que el país transite hacia una estructura federal -algo impedido precisamente por la gestión de los nacionalistas centralistas-, han adquirido una inusitada preponderancia, al punto que las lenguas locales han experimentado un significativo avance mientras en otros Estados europeos continúan retrocediendo. Esto se ha tornado más que evidente en sectores como Cataluña, donde el grueso de la población se comienza a inclinar en favor de la independencia. Que lo más probable es que no obtengan, realidad que empero no los ha frenado al momento de sancionar leyes que incluso contradicen tradiciones ancestrales españolas, como la prohibición de la tauromaquia. Todavía más, expertos aseguran que jamás ha existido una identidad común allí, salvo la situación geográfica de hallarse en una península separada del resto del continente por la bastante alta cordillera de los Pirineos, y aún esa coyuntura no constituye un factor decisivo, pues en ella también se sitúan Portugal y Andorra, que los más integristas quisieran ver formando parte de la entidad hispana.

Resultado de constituirse como Estado nacional recién en 1492, con la conquista de Granada, cuando Europa ya transitaba por el Renacimiento. Y de sólo meses después, verse favorecidos con el descubrimiento de América, que les entregó una enorme cantidad de territorios que no estaban preparados para administrar. Además de la gran cantidad de señoríos heredados por Carlos de Austria pocos años más tarde. La unidad española fue impuesta desde arriba, ya fuese mediante el trabajo de los llamados Reyes Católicos -y sus sucesores- o de la iglesia romana, que aquí mantuvo una especial servidumbre para con el Papado. Es muy sintomático que Isabel y Fernando hayan sido reconocidos para la posteridad con ese apodo, pues tras haber erradicado por completo a los árabes, establecieron esa religión como la única posible de profesar por sus súbditos, lo cual significó la expulsión de los judíos y musulmanes cuyas familias llevaban siglos viviendo en la península ibérica, aparte de una férrea persecución contra los reformados. Han sido esos dos pilares los que desde entonces han sometido una estructura en la cual no ha participado el pueblo raso, y si ha sido considerado, siempre fue a través de medidas de fuerza. Más aún: España es uno de los dos territorios europeos en donde la monarquía permaneció suspendida por más de cuarenta años pero finalmente acabó restaurada. El otro caso es Inglaterra, que guarda muchas similitudes: es un Estado dividido en cuatro "países constituyentes" (uno de los cuales, Escocia, también está pujando por su independencia) y que se mantiene gracias a su peculiaridad geográfica, en este caso un archipiélago, que al igual que sucede con los hispanos no es controlado totalmente por la administración política, ya que convive con la república de Irlanda.

El problema para España -y que los oportunistas que hoy están jugando a republicanos no se han siquiera detenido a considerar- es que si uno de esos pilares sucumbe, el otro asumirá la completa responsabilidad de mantener una unidad nacional que en muchos aspectos sigue siendo artificial. Y la iglesia católica no es precisamente signo de permisividad o de autonomía regional. Ni siquiera es garantía de democracia. Algo que ha quedado muy demostrado con los vínculos muy estrechos que los obispos mantienen con los grupos más reaccionarios, debido a coincidencias en aspectos morales, pero también culturales y sociales. De hecho, esos grupúsculos han venido manifestando su propio desprecio por la monarquía, en especial después que el ahora abdicado Juan Carlos frenara el golpe de Estado en 1981. Quizá hoy abrigan la esperanza de que el nuevo rey sea favorable a sus propósitos. Es de esperar, para el bien de la ciudadanía española, que esa corona que parece oxidada continúe perfilándose al menos como un posible contra poder, cuestión que los republicanos de último minuto deberían esforzarse en garantizar