domingo, 15 de diciembre de 2013

Cuatro Años No Es Nada

Entre tanto debate y palabrería que se ha suscitado en torno a estos comicios presidenciales, hay un tema que ha sido eclipsado por la serie de exigencias que se les han venido formulando a los candidatos, entre las cuales la más vistosa ha resultado la relacionada con la asamblea constituyente. Se trata de la duración de la legislatura, que consiste en cuatro años sin reelección inmediata. Muchos opinan que es un periodo insuficiente para que el grupo político en el poder lleve a cabo siquiera una buena parte de sus proyectos, con lo que las evaluaciones de rigor que se efectúan al final del mandato resultan sesgadas. Una aseveración que ha tomado fuerza al analizar el comportamiento tanto de la administración que está por acabar como el de la que deberá asumir en marzo de 2014; ambas, caracterizadas por exponer posturas ambiciosas que han derivado en un alza de las expectativas de los votantes.

Cuando en Chile se comenzó a observar con simpatía este asunto de la legislatura de cuatro años, se hizo teniendo como punto de referencia -y de justificación- los reglamentos vigentes en distintos países del Primer Mundo, en particular los de Europa Occidental y de Estados Unidos -considerados "progresistas" y "vanguardistas" por el grueso de la élite local- que cuentan con ese tipo de régimen electoral. No obstante, es preciso agregar que en todas esas situaciones, los periodos son prorrogables, incluso de manera indefinida. A cambio, existe un mecanismo de contrapeso para el gobernante de turno que reside en el parlamento, el cual puede aprobar una moción de censura que obligue al mandatario a adelantar comicios cuando no simplemente a renunciar. Tal situación los obliga a buscar alianzas también con sus adversarios ideológicos, llegando a conformar gobiernos de coalición, lo cual al menos en teoría evita la inclinación hacia posturas avasalladoras o personales que rocen el autoritarismo. Por otro lado, los deja sujetos a un permanente escrutinio de los ciudadanos -o de sus representantes-, manteniendo en peor de los casos una solidez aceptable del sistema democrático.

En cambio, se impuso una forma de legislatura que ya se ha ensayado en América Latina. En efecto, países como Bolivia o varios de Centroamérica -a los que podemos tildar de todo, menos que son desarrollados desde el punto de vista que mezcla lo cultural con lo económico-, llevan bastante tiempo con periodos de cuatro años no reelegibles. En dichos modos de proceder se puede percibir un cierto aire de temor. Pues si revisamos sus historias, notamos que están salpicadas de golpes de Estados y cruentas dictaduras cuya principal característica, aparte de la violación sistemática de los derechos humanos, era el intento denodado de perpetuarse en el poder. En muchos casos, tales tiranías accedían al mando mediante procesos electorales, y ya ascendidos modificaban los estatutos a su conveniencia cuando no simplemente los pasaban por encima, arguyendo un discurso cargado de confuso mesianismo. Cuando entre los ciudadanos empezó a aflorar un sentimiento mayoritario de rechazo a estas prácticas -ya tuvieran un origen oligárquico y vertical, o revolucionario y reivindicativo-, a su vez se popularizaron las constituciones que acortaban la duración de las legislaturas y al mismo tiempo cerraban la puerta a eventuales prórrogas. Que de cualquier manera no han resultado muy eficaces, pues finalmente han servido para turnar a alianzas conformadas por los de siempre, quienes se encuentran cómodos estando inmersos en una extensión breve, ya que tienen pocas exigencias más allá de garantizar el estatus de un cierto estamento social.

De alguna manera, hay un componente reaccionario en esto de los cuatro años no prorrogables. Adaptado a los predicamentos del nuevo liberalismo, en términos de manejo financiero. Se logra sortear el peligro del caudillo interminable, pero en cambio se pasa a confiar en una serie de grupos que se hallan a medio camino entre el pacto político y la sociedad anónima, en donde un presidente es sólo la cara visible de un engranaje hilvanado con el afán de despertar confianza en los inversores internacionales. Por ello es que han triunfado líderes como Hugo Chávez o Evo Morales, que en el peor de los casos -y claramente éste no es- son un mal menor frente a una falsa alternancia.