miércoles, 24 de julio de 2013

A Qué Vino Francisco

La visita de Jorge Bergoglio a Brasil será recordada por dos motivos circunstanciales. Para comenzar, porque se trata de la primera salida de este pontífice del Vaticano tras ser electo. Y luego, por aterrizar en un país que en los últimos días ha sido escenario de masivas protestas. No obstante, más allá de estas anécdotas, los discursos papales casi no han aportado algo nuevo, y prueba de ello es que los diversos medios de prensa apostados en las tierras de Santos-Dumont y de Héctor Babenco, antes que reproducirlos o mencionarlos, han preferido detenerse en los característicos estereotipos turísticos con quienes los menos informados suelen identificar a ciudades como Sao Paulo o Río de Janeiro.

Hasta el momento en que escribo este artículo, las únicas palabras papales que han merecido un mínimo nivel de trascendencia son las que fueron pronunciadas en contra de las legislaciones y propuestas que varios gobiernos latinoamericanos están llevando adelante en favor de distender el consumo de drogas con el propósito de reducir el tráfico, ya que las medidas vigentes en la actualidad, basadas en la represión policial y la proscripción absoluta, no sólo no ha disminuido el poder de los carteles, sino que muy por el contrario, éstos tienden a consolidarse en el tiempo. Los argumentos que usó Bergoglio en su intervención, además, son del mismo talante que los empleados por sus antecesores cuando querían dejar en claro la tajante oposición eclesiástica a cuestiones como el divorcio y los métodos anticonceptivos, temas que no han sido abordados en algún momento de la visita, quizá porque ya se sabe hacia dónde se dirige el discurso de un pontífice que aborda tales asuntos. Por lo que a manera de conclusión, no puede dejar de deducirse que su contribución al debate es prácticamente nula.

Uno queda con la sensación de que la principal -si no exclusiva- intención del papa al efectuar este viaje a Brasil es la de marcar presencia. En el país que cuenta con la mayor cifra de católicos a nivel mundial y cuya población es objeto de prejuicios que la tornan muy apetecible por los medios masivos de comunicación, cuyos propietarios aquí encuentran un filón muy interesante para explotar, como es el morbo. Antes que nada se halla la imprescindible necesidad de proyectar una imagen lo bastante fuerte como para evitar las palabras. Y en tal sentido un pontífice al que se le considera como un renovador definitivo de la iglesia católica, y en torno al cual se han forjado enormes expectativas, le conviene expresar un discurso vacío que sólo sirva de apuntalamiento a su figura. ¿Qué le podría responder Francisco a la masa de peregrinos que acudió de los más diversos rincones del mundo a escucharlo, quienes ya no se conforman con rechazar los planteamientos de moralina básica con los que el romanismo trata de solucionar los diferentes problemas que ocasiona la vida cotidiana? Porque encuestas efectuadas entre ellos han revelado que tres de cada cuatro fieles no acepta el celibato consagrado, y que tres de cada cinco exige la instauración de algún tipo de sacerdocio femenino. Todas, realidades que, por mucho que Bergoglio se crea el cuento de que es el gran hálito de aire fresco que requiere su institución, permanecerán inamovibles mientras ésta exista. Un cúmulo de vanas esperanzas que exigen a gritos la solidez de una careta que induzca a pensar que serán concretadas en un determinado momento. El cual otrosí da supuestas señales de estar próximo, como acaece con las mismas divergencias que los asistentes a las reuniones pontificias han expresado respecto de la doctrina oficial.

Bergoglio visita a un Brasil que, a despecho de la mencionada cantidad de católicos, es también el país latinoamericano donde los evangélicos han crecido a ritmo más vertiginoso. Ha hecho un recorrido idéntico al de su antecesor, el renunciado Ratzinger, quien en Aparecida -el mismo lugar en donde Francisco fustigó las nuevas iniciativas gubernamentales en pro de disminuir la fuerza del narcotráfico- habló con marcado denuesto de las "sectas pentecostales" y pidió a la población no dejarse embaucar por lo que consideraba cultos falsos repletos de sincretismo (como si el catolicismo latinoamericano no fuera famoso en el planeta por esa característica). ¿Será el deseo de continuar lo iniciado por Benedicto lo que motiva al actual papa, quien tendría una sólida montura en su imagen, que hasta el momento es una estrategia que ha sido de enorme utilidad, en el afán de esconder la realidad, la cual indica que la columna vertebral del magisterio romanista no se reformará jamás, aunque todos los fieles lo esperen? No olvidemos que Juan señaló que existen muchos anticristos.

jueves, 18 de julio de 2013

La Entrada Triunfal de la Depresión

Sin lugar a dudas, los sicólogos y siquiatras deben ser quienes más se frotan las manos con el anuncio del ahora ex candidato presidencial derechista, Pablo Longueira, quien mandó a sus hijos a anunciar su decisión de no perseverar en esa carrera alegando una depresión. Que la palabra se instale en los noticiarios de los principales medios de comunicación del país ya representa un significativo triunfo, y no sólo porque tras la comidilla de toda la política local vengan endosados los inevitables reportajes de rigor que detallan las características de esta supuesta enfermedad.

Pues porque, antes que nada, se trata de un paciente que cuenta con un grado de intervención muy importante en el quehacer nacional. Un candidato presidencial, es necesario repetir, que representaba al segundo bloque político del país, el cual además hoy ejerce el gobierno. Que se ganó ese derecho tras una reñida elección primaria en donde todas las proyecciones lo daban por derrotado. Una batalla épica, en definitiva, que por lo mismo fue capaz de generar en torno suyo una gran cobertura mediática. Factores que consiguen acaparar la atención de los menos interesados, incluso varias semanas después de ser conocido el nombre del vencedor. Todo, en el contexto de la actual situación de los conservadores criollos que parecen estar condenados al desastre en los comicios de noviembre, lo que ha generado a su vez curiosas expectativas en la opinión pública, en el sentido de la habilidad que es capaz de mostrar este conglomerado en el afán de intentar revertir lo que se vislumbra como un destino fatal al estilo de una tragedia griega. Destreza que por cierto, en todo este tiempo ha permanecido ausente, lo que ha aumentado el morbo entre los espectadores y los mismos encargados de la prensa. Un panorama, en definitiva, propicio para insertar un nuevo elemento, en este caso de origen siquiátrico, ajeno al devenir de los acontecimientos, que obliga a realizar un desvío extremo en la trama pero que no resuelve los problemas de fondo -derivados justamente de la asombrosa incapacidad expuesta por los políticos derechistas durante los meses recientes-, con lo cual se alarga la telenovela con el actor recién insertado como protagonista primordial.

Fuera de esto, se halla el hecho de que Longueira es un integrante de la derecha conservadora chilena, que tiene una especial ligamiento con la iglesia católica, el cual les permite a sus miembros reforzar sus convicciones ultramontanas y enseguida sentir que el resto de la población debe acatarlas a pesar de que no las compartan. Imposiciones que abarcan diversos campos: el moral (impedimento de discutir sobre el aborto, siquiera terapéutico; tratamiento suspicaz de los métodos anticonceptivos; oposición a cualquier instancia legal que regule la relación de las parejas homosexuales), el político (férrea defensa de supuestos logros de la dictadura de Pinochet) y el social (mantenimiento del sistema económico a pesar de sus evidentes brechas entre clases). Son personas que se ven a sí mismas como la reserva ética de la nación, condición que se refuerza por su pertenencia a los estratos más pudientes y la estrecha relación que mantienen con el alto clero, cuyos componentes, aunque no les expresen un apoyo abierto, no obstante suelen formular opiniones coincidentes. Para los sicólogos y siquiatras, penetrar en estos grupos que por su sola orientación resultan herméticos y demasiado inmutables en sus ideas, es un paso decisivo. No sólo porque de algún modo dejan entrever que hasta los enviados de lo alto y que por ende parecen contar con investiduras de hierro al final también se tornan vulnerables, sino porque otrosí, obtener la venia de estos sectores les acarrea la opción muy clara de ser legitimados y hasta recomendados por una suerte de guías espirituales (y no importa si éstos sólo son auto proclamados, que a fin de cuentas poseen el poder económico y la influencia general para sostener el engaño). Y más si se trata de curar a un líder tan vistoso, que además en su vida y trayectoria ha dado muestras de una reciedumbre tanto física como intelectual a toda prueba, que le ha permitido salir airoso de todo obstáculo que se le haya puesto por delante.

Longueira, el forzudo de contextura gruesa, que vive en una mansión rodeado de su esposa y sus siete hijos, que ha dirigido durante décadas el partido político con más votantes en el país, que supo ser duro en ciertos momentos mientras en otros fue capaz de llegar a acuerdos con los mismos a quienes antes les había expresado odio a muerte, que no trepidó en inmolarse para defender a un par de correligionarios que fueron acusados de pedofilia, que se ha paseado por las barriadas más pobres pese a integrar un sector mirado con recelo en esos mismos arrabales debido a las circunstancias históricas... Ese Longueira empero no consigue hacerle el quite a una depresión. O sea que al final todos estamos expuestos. ¿Qué nos queda, pues? Confiar en los sicólogos y siquiatras que nos llenarán de pastillas que ellos aseguran nos sanarán, lo que les agradeceremos aprobando reformas legales que en el largo plazo rematarán en el Estado terapéutico, versión futura de lo que hoy conocemos como Estado policial y de lo que antes fue el Estado absolutista.

miércoles, 10 de julio de 2013

Más Allá de Una Nueva Constitución

La idea de convocar a una asamblea constituyente con el propósito de que ésta cambie la carta fundamental vigente desde 1980 ya ha encendido todas las praderas de la izquierda criolla, incluyendo a sus representantes más cercanos al centro. Las causas de tal entusiasmo, aparte de la explosión de los movimientos sociales suscitada durante los tres últimos años -con un país regido por un gobierno de cuño conservador, detalle que no se debe dejar pasar-, han sido las experiencias relativamente exitosas en otros países no sólo de América Latina, sino también desarrollados como Islandia, donde cambios tan atrevidos han sido liderados por organizaciones de tendencias socialistas en las más diversas acepciones en que se emplea ese término.

Cuando uno llega al convencimiento de que es necesario cambiar la constitución de un determinado país -decisión que por los temas que aborda ya de por sí es extrema y radical-, es porque tiene la sensación de que al actual sistema jurídico y político es, por una sola o por una combinación de diversas causas, insostenible en el tiempo. Pero además, porque dicha percepción le ha surgido después de efectuar una prolongada reflexión, de la que es capaz de extraer argumentos sólidos y bien documentados para exponer en un debate (la propia seriedad y complejidad del asunto los reclama). Esto, con la finalidad de demostrar que urge renovar el marco institucional desde los cimientos, pues de otro modo la nación irá de modo irremediable al caos y la descomposición. Una modificación total de la carta fundamental, máximo documento de organización de un Estado, pasa a transformarse entonces y más que nada en una acción simbólica: en un mensaje a la población respecto de que se está tan comprometido en la solución de los problemas que se partirá por el núcleo mismo de la institución nacional. Tal medida puede encontrar distintas motivaciones: en Venezuela fue la corrupción del aparato público, en Bolivia la desigualdad social, en la ya mencionada Islandia la crisis financiera provocada por los desfalcos privados. En todos esos casos se instaló la concepción de que el entramado vigente ya no respondía las inquietudes generales y por ende era imprescindible empezar de cero. Mientras que en Chile, tal regreso a los orígenes estaría justificado por las anomalías cotidianas a las cuales ha sido arrastrada la sociedad debido a un sinnúmero de prescripciones solidificadas durante la dictadura de Pinochet, entre ellas la propia constitución que se desea mandar al tarro de la basura y el entramado de la educación local que da cualquier resultado salvo una enseñanza de calidad, y que precisamente ha sido la piedra de tope tras la cual han irrumpido todas las demás protestas.

El asunto, sin embargo, pasa por detenerse a pensar en lo que se está hablando cuando se menciona la constitución. Nos referimos a un documento escrito que linea los estamentos más generales de un país, relacionados con su gobierno, su aparato legislativo y sus cortes de justicia. Lo que cabe allí es detallar qué tipo de cargo ostentará el primer mandatario -rey, presidente, primer ministro, por nombrar ejemplos- así como la manera en que funcionará un parlamento o los diversos tribunales. Pero en ningún caso esta clase de textos incluye normas respecto de la protección de los trabajadores, la distribución del ingreso o la protección del medio ambiente. De acuerdo que en algún artículo pueden aparecer como declaraciones de principios -como aquel párrafo recalcado por los estudiantes en el cual se defendería el principio de la educación como un derecho privado, descubrimiento que ha servido para aunar fuerzas en torno a la modificación absoluta-; pero nada más. De hecho son constituciones más reducidas las que han sido mejor aprovechadas por los pueblos que se encuentran bajo su jurisdicción, como ocurre con la de Filadelfia, que rige en Estados Unidos desde la independencia y es además, con un menor número de enmiendas, la más antigua del mundo. Un ordenamiento más complejo y preocupado de cuestiones que no le competen al menos de forma directa podría ser un agente contraproducente, ya que coartaría la libertad para legislar e impondría un temor adicional en los encargados, que se verían obligados a revisar con lujo de detalles y un batallón de abogados inciso por inciso, a fin de evitar que sus proyectos no se contradigan con una vasta carta fundamental. Además de que se caería en el vicio de abarcar mucho y apretar poco, pues inevitablemente se tocará una variedad de temas de manera superficial, ya que se requiere que esto no se expanda hacia el infinito. Entonces, ciertas consideraciones importantes, también algunas buscadas por los redactores de esta inmensa constitución, podrían quedar fuera con el agravante de tampoco lograr ser recogidas en algún código porque al estar ciertos elementos en otro documento impedirían completarlo, lo que redundaría en una ininteligible maraña troceada.

Si me preguntan mi opinión personal, soy partidario de cambiar la constitución, pero por una motivación absolutamente práctica. La actual carta fundamental es una cosa amorfa donde han entrado tantas manos que ya es imposible determinar la dirección en que va (salvo lo que determinen los integrantes del Tribunal Constitucional, que de todas formas prefieren echar mano a sus convicciones sociales en las cuales deben creer se basa también el documento que interpretan). Lo peor es que, por su origen autoritario y oscuro, cada reforma a su seno implica aumentar el número de artículos porque uno se imagina que por surgir en una dictadura sus redactores sólo se preocuparon de ellos mismos y dejaron una serie de cuestiones inconclusas acerca de temas que no les afectaban (lo cual es cierto hasta determinado punto). A manera de ejemplo, la totalidad de la Reforma Procesal Penal se encuentra aquí (los artículos 80 seguidos por letras, para mejor ubicación). Esto hace difícil el manejo y estudio por parte de las capas más pedestres, las que son justamente quienes más padecen el ordenamiento jurídico. Un texto más breve y por lo mismo flexible facilitaría el avance de las regiones al proporcionarles, siquiera por defecto, una mayor libertad, lo que a la larga se traduce en autonomía. Además otorgaría mayores espacios de auto determinación a las comunidades más pequeñas. Lo que existe hoy se parece, por su morfología solamente, al sistema consuetudinario británico, donde un conjunto de leyes dictadas en diversos siglos hace las veces de constitución. Pero se trata de un país que cuenta con una historia ancestral y cuya nacionalidad surge desde los señoríos feudales medievales, proceso diametralmente opuesto a la verticalidad que dio origen a los Estados latinoamericanos. Y aunque nos llamemos, "los ingleses de Latinoamérica" no nos podemos comparar.

jueves, 4 de julio de 2013

Préstamos Bancarios o El Ecumenismo de la Infamia

Mientras escribo este artículo, aún está fresca la noticia del golpe de Estado dado por el ejército de Egipto en contra del presidente Mohamed Mursi, el mismo que había subido al poder hace un año como consecuencia medianamente directa de las protestas callejeras que tuvieron lugar en ese país y que fueron presentadas a nivel internacional como el emblema de la mal llamada "primavera árabe", y que en el plano local inmediato, acabaron con tres décadas de mandato de Hosni Mubarak, un político de orígenes socialdemócratas y laicos, perteneciente al mismo partido de Abdel Nasser, colectividad que tuvo un rol preponderante primero en la independencia de Egipto y luego en la recuperación del canal de Suez. Ahora, la historia se está repitiendo en un sentido opuesto, pues los militares, igual que en aquella ocasión, acaban interviniendo en medio de una rebelión popular y expulsan del gobierno a un dirigente de la Hermandad Musulmana, grupo religioso de cuño conservador -al estilo islámico- que se había constituido por una cuestión de lógica en la oposición más visible al antiguo régimen.

Desde el inicio se captó que el camino a seguir por Mursi iba a ser el mismo de todos los engendros surgidos a partir de las manifestaciones que se suscitaron en ese sector del planeta durante el 2011: del entusiasmo de una catalogada como primavera árabe a la realidad de un invierno islámico. Fue aprobada una constitución que privilegiaba las visiones más extremistas de la religión mayoritaria, a manera de contraste con medio siglo de administraciones regidas por "infieles" que habían tratado de mantener la moderación en temas confesionales a base de policías políticas y detenciones extrajudiciales, las cuales desembocaron en la ruina económica. A manera de asegurar la redención divina, se impusieron leyes morales acerca del atavío tanto de mujeres como de varones, y se persiguió con especial denuedo a quienes profesaban otros credos, sobre todo a los cristianos, quienes a través de la iglesia copta sostienen una presencia en el territorio que se remonta al siglo II. Dichas intervenciones punitivas y correctivas no tuvieron una expresión tan expuesta como sucedió con los talibanes de Afganistán o con la revolución de Irán -esta última, situada en términos políticos, al frente de la Hermandad Musulmana. Sino que se comenzaron a implementar de modo semejante al de los gobiernos conservadores de Europa o Estados Unidos o como la ha llevado adelante la actual legislación de Turquía - que en las recientes semanas también ha sido objeto de protestas-. Esto les permitió a las nuevas autoridades egipcias contar con el beneplácito de sus pares europeos y norteamericanos, quienes hicieron la vista gorda de diversas atrocidades -quema de templos cristianos y agresiones a disidentes-, entre otras cosas, porque la erección de este régimen constituía una muestra del arribo y la perenne permanencia de la democracia.

Sin embargo, es penoso constatar que la causa primordial que empujó a las potencias occidentales a elogiar al gobierno de la Hermandad Musulmana fue el dinero. Resulta que Egipto arrastra una crisis económica que se extiende por varios años y que se ha agravado de modo decisivo tras la recesión de 2009. Es, de hecho, este antecedente el que ha motivado el descontento callejero que en poco tiempo ha tumbado dos legislaturas. Una de las proposiciones que se le formularon al país fue la aprobación de parte de bancos y naciones del primer mundo de un contundente préstamo, a cambio de efectuar los correspondientes ajustes que incluyen aumento de los impuestos y disminución de la inversión pública. La misma fórmula que en el pasado hundió a territorios como Argentina, y que en la actualidad está afectando de forma invaluable a la propia Europa. Mursi había llegado a un entendimiento muy cabal con los expositores de la oferta, pese a ser un observante muy devoto de una religión que entre otras proscripciones rechaza la entrega de créditos a interés por considerarlo un abuso hacia los más débiles (hecho que se suscitaba con claridad en la coyuntura egipcia). Los eventuales prestamistas, a su vez, trataron la eventual concreción de la alianza monetaria como un acercamiento entre dos credos que a la luz de los acontecimientos más recientes aparecen como antagónicos en el panorama internacional. Desde luego que se trata de un subterfugio para justificar lo injustificable. Pero no deja de ser interesante mencionarlo, a modo de percibir un tipo de actuación que es bastante común entre grupos reaccionarios que se promueven odio mutuamente, pero que son capaces de darse la mano cuando el asunto trata de billetes.

Por cierto, uno como cristiano espera que se termine con la persecución violenta que durante el último año ha afectado con especial delicadeza a los hermanos egipcios. Pero como persona (y también en base a principios que comparten tanto los seguidores de Jesús como los de Mahoma), también desea que no se concrete aquel empréstito que lo más probable es que arrastre a Egipto a un abismo mucho más profundo del que hoy se encuentra. En definitiva, que quienes no aceptan alguna forma de ecumenismo, terminen finalmente tolerando, a modo de imprescindible excepción, el peor de ellos: el de la infamia.