domingo, 25 de septiembre de 2016

Eutanasia Canina de Una Vez

Tras el fallo de una corte de Coyhaique, dictaminado como respuesta a una demanda presentaba por un abogado a quien un perro callejero mordió a su hijo en una plaza de esa ciudad, que obliga a dicho municipio a retirar a los canes que se encuentren deambulando por los espacios públicos -sin especificar algún procedimiento-, otros ayuntamientos se han adelantado a las preguntas de los ciudadanos y periodistas, y -a menos de un mes de las elecciones edilicias- han lanzado propuestas de solución que van desde la esterilización de las hembras, pasando por la habilitación de perreras, hasta la construcción de clínicas veterinarias equipadas con la tecnología más moderna posible y de acceso gratuito, a financiarse con recursos fiscales. Nadie siquiera se ha atrevido a imaginar la alternativa más práctica y efectiva para estos casos: la eliminación. Quizá porque más de alguno se espantó con el despliegue de los defensores de los animales a propósito de la polémica suscitada por el supuesto maltrato a esos seres que se daría en la práctica del rodeo, donde el poder de los activistas esta vez no se quedó en las protestas públicas ni la interrupción de los eventos ecuestres, sino que además lograron que políticos y personalidades influyentes acogieran su idea de prohibir ese deporte, proyecto de ley incluido.

Seamos honestos. Las personas que abandonan a sus mascotas lo hacen, entre otras causas, porque cuentan con un alto grado de certeza respecto de que éstas no se cruzarán con un funcionario estatal o un particular que los extermine. Tienen esa ilusión vana -e igualmente perversa y morbosa- de que por un anónimo, por distintas circunstancias -amor a los animales, necesidad inmediata de algún lazarillo- se compadecerá y recogerá al tirado. Por ello arrojan lo que ya les molesta, en caminos carreteros relativamente alejados de sus hogares -cosa que el afectado no emplee su instinto para regresar por sus propios medios- a cuyos lados se puede observar un número significativo de casas. Vive bastante gente allí y por ende no debería falta el individuo a quien le sea útil un can que una familia acaba de decidir que al menos para ellos no lo era. Y los lugareños son los que más sufren, rodeados de perros asilvestrados que deterioran su calidad de vida y atacan a sus propios animales, que en las zonas rurales no sólo sirven para fines recreativos. Bueno. No sería extraño que alguno, con la mentalidad bastante retorcida, concluya que, si el lanzado a su suerte no es capaz de hallar un nuevo dueño, al menos contará con comida al alcance de su hocico.

Pero, ¿qué pasaría si existiese un marco legal que no sólo diera la libertad a los privados para cazar a los canes sin amo, sino que además obligase a las autoridades a su eliminación? De seguro que quien tiene la intención de abandonar a una mascota lo pensaría dos veces antes de cometer tal atrocidad. Si finalmente lleva adelante una aberración como ésa, podría quedar con un cargo de conciencia, por haber enviado a un ser vivo a una muerte segura. Un cambio de actitud que podría verse favorecido, entre otros elementos, justamente por los escándalos que han armado en el último tiempo los defensores de los animales, quienes han metido, gracias a su cabildeo y su tráfico de influencias, el precepto de que maltratar a un "hermano menor" es peor que hacerlo con un ser humano, debido a su supuesta inferioridad de condiciones frente a un ser inteligente que es capaz de dominar y crear diversas estrategias para ganar el juego. En resumen: quien tira un perro o un gato en un determinado camino rural finalmente se convertirá en un asesino indirecto de éste (por cierto es así como hoy lo califican los adoradores de bestias, definición que también le reservan a quien propugna la iniciativa de la eutanasia canina, pero en fin...) pues ya estará enterado de que el empleado estatal está forzado a cumplir su trabajo.

Cabe agregar que la mayoría de los perros que pululan por las calles sí tienen dueño, el cual por diversas circunstancias los insta a que paseen por las aceras durante el día, restringiendo su responsabilidad con él a darle alimentación -a veces no con la frecuencia adecuada- y procurarle un techo donde dormir -en algunos casos ni siquiera eso-. Con una legislación que coloque en riesgo el deambular de esos canes -que son los que más problemas causan y luego son los más difíciles de controlar, debido a que a la larga cuentan con amo- y por supuesto de los demás, estas anomalías tan características de la sociedad chilena se acabarían. Pero curiosamente, los parlamentarios y el resto de las autoridades prefieren hablar de educación, con el afán de cambiar o mejorar la mentalidad. Sólo recordarles a aquellos encargados, que en los últimos años han venido dictando una serie de proscripciones de orden progresista, ya que se cansaron de instruir a las personas -antes incluso de hablarles- y discurrieron -y así lo plantearon en los respectivos debates y foros- que la manera más práctica y menos costosa de provocar una remoción de las conciencias era mediante el garrote. Y fue así como se aprobaron restricciones al tabaco o a la llamada comida chatarra, y ahora se pretende promulgar una ley que limite, y hasta prohíba, el uso de la sal. ¿Por qué las bestias deberían ser una excpción?

domingo, 11 de septiembre de 2016

Los Tira y Afloja Por Punta Peuco

Una vez más, aprovechando la conmemoración del golpe de Estado de 1973, se planteó la idea de cerrar Punta Peuco, la prisión inaugurada en 1995 con el propósito de usarla de modo exclusivo para los militares que participaron en crímenes de lesa humanidad durante la tiranía de Pinochet. A la cabeza de esta propuesta, en esta ocasión se colocó la senadora Isabel Allende, hija de Salvador, justamente el presidente derrocado a causa de la asonada ejecutada hace más de cuatro décadas, y quien insistió en que los internos del penal de la discordia perfectamente podrían cumplir sus condenas en una cárcel para reos comunes como Colina II o la CAS de Santiago. Una intervención que sus adversarios políticos acusaron de ser una estrategia de la parlamentaria con miras a la elección presidencial del próximo año, donde busca estar presente y ganar la legislatura del periodo 2018-22.

Para la mayoría de quienes formaron parte de la Unidad Popular, y que luego vivieron el ostracismo al que los obligó el posterior régimen de facto, la existencia de Punta Peuco resulta insoportable. Fue una cárcel construida a fin de que el jefe de seguridad de la DINA, Manuel Contreras, pudiera ser encerrado como consecuencia de la sentencia judicial que en 1994 exigía que purgara siete años de prisión, por haber planificado el atentado a Orlando Letelier. Ya de partida, es bastante ignominioso que un Estado se vea en la obligación de edificar un recinto penitenciario exclusivamente para un condenado. Para colmo, en aquella época gobernaban los mismos a quien el aparato represivo de Pinochet -comandado por el propio "Mamo"-intentó exterminar, y quienes debieron llegar a uno de esos tantos consensos espurios que caracterizaron los últimos años del siglo pasado en Chile, con los partidarios de la dictadura, quienes ni siquiera imaginaban el aterrizaje violento que sufrirían menos de un lustro más tarde, con la detención de su querido tirano en Londres. Y como correspondía a las circunstancias de su origen, se trataba de un inmueble de lujo, donde los castigados contaban con una vigilancia mixta, repartida entre soldados y gendarmes. Ese último detalle, por cierto, sólo fue corregido una vez que Contreras abandonó este penal en el 2000, época en que empezó, a pesar de mantener buena parte de sus características, a parecerse a un lugar de confinamiento para la hez de la sociedad.

Es por ello -y otras circunstancias más- que personas como Isabel Allende vienen implorando por su cierre en el último tiempo. ¿La solución? Enviar a estos criminales -de los más abyectos, cabe agregar- a recintos para presos comunes, donde ellos sientan el rigor de estar encarcelados y sus detractores y antiguas víctimas el alivio de que al fin se acabaron los privilegios para quienes trabajaron con denuedo en el exterminio de otros seres humanos por el sólo hecho de pensar distinto. Sin embargo, ¿será finalmente viable esa suerte de salida alternativa? De acuerdo: comparar esa suerte de palacete que es Punta Peuco con el hacinamiento que viven los internos de las cárceles comunes es un asunto que irrita al más insensible. Pero entonces, ¿será correcto atiborrar de más reos, lugares que ya están al límite, cuando no simplemente colapsados? Quizá estos sujetos ni siquiera quepan en esos penales. Y si se logra hacer algún espacio, las características personales de estos individuos, que los diferencian del resto de los condenados, exigirían que dentro del cautiverio se crearan instancias que garantizaran la separación entre ambos grupos, por un asunto de seguridad. Ya que hablamos de ancianos que no se desenvuelven como un delincuente común, se les tendría que dedicar mayor atención, lo que redunda en el otorgamiento de más metros cuadrados. Esa situación se zanjaría de dos maneras. O se libera a estos tipos por motivos humanitarios -algo que no les agradaría a quienes se han esmerado décadas en hacerlos pagar por sus actos-; o lo que es aún peor: se les efectúa el hueco necesario con el consiguiente perjuicio para los demás habitantes del penitenciario, que estarán forzados a desplazarse en condiciones de aún mayor estrechez. Precisamente, el ejemplo que sacan a colación quienes desean de modo tan furibundo que se acabe un establecimiento destinado a otorgar un trato especial a quienes se encuentran entre los más temibles de los temibles.

Una de las gracias que posee Punta Peuco, radica en que, al estar enclaustrados allí sujetos que cometieron delitos similares -y que además fueron compañeros de fechorías y trabajo- los lleva a reflexionar que de manera indistinta la sociedad los ha puesto ahí para demostrarles que son lo más bajo que existe. De alguna manera, experimentan una sensación similar a la de sus víctimas a quienes sacaron de la comunidad y aislaron en el mismo recinto, como una forma de ocasionar una sensación de humillación colectiva, de que la idea que defendían era la que los había puesto allí y no un juicio arbitrario respecto de sus conductas personales. Un penal dedicado a cierto delito, cuenta con la virtud de provocar la impresión de que ese es un acto abominable que merece ser castigado. Es a lo que debe ir la prisión de marras, lo que se puede logar eliminando algunos privilegios conque aún cuentan sus internos, y manteniendo su finalidad.