domingo, 25 de mayo de 2014

La Caída de Un Cabo Vestido de Civil

En coro, las voces de los representantes del quehacer público nacional han expresado su repudio contra el asesinato de un cabo de carabineros, hecho ocurrido en Santiago el jueves recién pasado. La presidente calificó este crimen de "cobarde". Y los parlamentarios que suelen aprovechar estos acontecimientos para pedir que sean aumentadas las penas contra quienes agreden a un funcionario policial, incluso de manera exclusivamente verbal, por supuesto que no han dejado pasar la oportunidad, agregando que el actual gobierno, de orientación centro izquierdista y con un programa basado en una serie de demandas surgidas a partir de las protestas callejeras acaecidas en los últimos años, ya con sus inclinaciones ideológicas está incitando una conducta de liviandad moral que entre otras cosas hace que la gente sienta que no le debe tanta solemnidad a un vigilante estatal. Más aún: tras este homicidio algunos medios de comunicación, imbuidos por el sensacionalismo de costumbre, publicaron notas periodísticas en las cuales se preguntaban si acaso los ciudadanos le estaban perdiendo el necesario respeto a la autoridad.

Analicemos las circunstancias en las cuales se produjo este asesinato (que como cualquier otro, merece la mayor de las condenas). Los dos policías involucrados estaban efectuando vigilancia vestidos de civil, en un automóvil común. Ven pasar a otro vehículo, y como la actitud de sus ocupantes les resulta sospechosa, inician una persecución, la cual intentan acabar adelantando a sus objetivos y colocando su móvil por delante del de ellos. Es entonces cuando se dan cuenta, de la peor forma posible, que se enfrentan una pandilla de seis jóvenes armados, quienes al ver a un par de individuos sobre quienes no tenían la más mínima forma de saber que eran carabineros, de seguro imaginaron que eran desafiados por uno de los tantos grupos rivales a los que estas montoneras deben prestar atención a fin de mantenerse con vida. Pues, no lo olvidemos, los funcionarios no se identificaron como agentes -o no les alcanzó el tiempo-, y quizá esperaban que la acción temeraria y desafiante descrita al comienzo de este párrafo iba a disuadir a los muchachos. No obstante, uno que observa un mínimo los noticiarios se da cuenta del modo en que se defienden estas bandas cuando atizan a personas con un revólver o una escopeta en la mano. Sólo se trató del instinto de supervivencia ante unos desconocidos potencialmente peligrosos.

Y en esta batalla el triunfo fue para la agrupación de maleantes, quienes no descansaban en la confianza de un encargo delegado por el Estado, hecho que además no había forma de dar a conocer en el momento. Una verdadera lástima. Por el carabinero muerto y la pandilla de atacantes, que salvo por las riñas a balazo limpio que tanto desesperan a los habitantes de ciertos barrios populares, no habían cometido otro tipo de delito como conjunto, aunque algunos de sus miembros sí habían participado en asaltos. Finalmente se trató de un crimen circunstancial, como la mayoría de los que ocurren en el país. Pero que producto de su connotación social y las altas penas que ya conlleva en el actual ordenamiento jurídico, va a terminar generando un enorme perjuicio para la existencia de estos muchachos, sobre todo a quien efectuó el disparo, que lo más probable es que sea condenado a la denominada prisión perpetua efectiva (ésa que implica cuarenta años en la cárcel). Espero (y esto no se trata de una actitud de conmiseración ni de un enésimo intento por justificar la delincuencia en el marco de sus supuestas causas sociales) que los magistrados consideren los atenuantes a la hora de delinear los castigos, pues es preciso insistir, ni el responsable directo de este homicidio ni los que a la postre remataron siendo cómplices contaban con alguna información acerca del origen de sus víctimas, por lo que desconocemos la forma en que habrían respondido de haberse enterado al respecto.

Cuando acaeció el asesinato de Daniel Zamudio, muchos insistieron en la situación de marginalidad tanto del afectado como de los agresores, usando esta realidad como pretexto para señalar que también se trataba de un crimen circunstancial. Hace poco su publicó un libro que gira en torno a esta tesis, el cual desató las iras de la comunidad homosexual. De acuerdo: eso no evitó que el líder de la paliza fuera condenado a la cadena perpetua de cuatro décadas. Pero al menos se trató de un delito donde existió alevosía y ensañamiento, y donde los victimarios conocían al fallecido, por lo que existió cierto nivel de premeditación. Acá, duela o no admitirlo, estamos en presencia de un hecho absolutamente espontáneo, repudiable desde luego, pero que se vio facilitado por un descuido de dos policías que creían que el aparato público era capaz de dibujarles una aureola sobre sus cabezas. Eso es algo que debemos reconocer, si queremos combatir de modo más eficaz el crimen.

                                                                                                     

domingo, 11 de mayo de 2014

Solos Víctima y Victimario

De todo le han dicho al periodista Rodrigo Fluxá, autor del libro "Solos en la Noche", donde describe las circunstancias que acabaron en el asesinato de Daniel Zamudio. Colectivos gay y un buen número de ciudadanos lo han acusado de homofóbico y de intentar distorsionar la realidad con fines no revelados, porque tanto en ese texto como en las entrevistas que ha concedido, insiste en la tesis de que el principal motivo del crimen no fue la condición homosexual de la víctima, sino que se trató más bien de una riña entre ebrios a la salida de un local nocturno, en circunstancias donde el exceso de alcohol con frecuencia se transforma en la antesala que arrastra a personas a cometer otro tipo de abusos que siquiera imaginarían efectuar en un contexto diferente. Para reafirmar sus opiniones, el autor se vale de los resultados que arrojó su investigación, que mostraron a ese chico y a sus homicidas como muchachos marginados y marginales, con todas las carencias sociales y afectivas que esa situación implica. Lo que lejos de apaciguar a sus detractores, los ha enfurecido aún más, porque consideran que un inocente está siendo puesto a la misma altura que unos delincuentes desalmados.

Si bien es cierto que dos de los agresores de Zamudio tenían antecedentes de haber participado en pandillas de neonazis, al momento del crimen ninguno de los cuatro involucrados estaba afiliado a alguno de esos grupos, y en efecto su actuación responde a los cánones generales de una pelea callejera, independiente de si uno de los bandos se hallaba en inferioridad de condiciones. Sin embargo, y esto fue confirmado durante el proceso judicial, existió un ensañamiento extremo de parte de los homicidas, quienes se exaltaron, en efecto, a causa del alcohol consumido, pero también debido a que conocían previamente a la víctima y sabían que era homosexual. En definitiva, se trató de una combinación de diversos factores, entre los que puede contarse el uso de licor, el contexto social en el que se desarrollaron estas personas, que muchas veces acaba ocasionando hechos con alto nivel de violencia en el marco de lo que ciertos expertos denominan "válvula de escape", y finalmente, la formación recibida por parte de ellos en el sentido de fomentar conductas segregacionistas. Esto último los hace responsables de su fechoría, pues de seguro trataron de aplicar lo que consideraban una labor de limpieza y de aporte positivo a la comunidad. Ahí es quizá donde yerra la conclusión de Fluxá, en su intento por presentar a los asesinos como la consecuencia irracional de un entorno desfavorable. Porque procedieron basados en una teoría que trataban de justificar, por muy poco reflexiva que hubiese sido la adhesión a esos planteamientos. Y si aparte ya conocían a quien después ultimaron, entonces se puede alegar que cupo un determinado nivel de premeditación.

 Tal vez esa combinación de factores es la que debería llamar más la atención. Por regla general, los grupos neonazis, más allá de lo repudiable de su actuar, no suelen estar involucrados en asesinatos de homosexuales. Efectúan las llamadas "barridas" donde los golpean -a ellos y a otros colectivos que califican de indeseables-, pero los casos en que integrante de estas pandillas han matado a un gay son contados, y casi siempre responden a una provocación -o lo que el victimario consideró como tal-. Fuera de aquello, es fácil identificar a un agresor cuando pertenece a un círculo determinado, así como acotar la persecución judicial a esa organización. Pero cuando el sujeto ejerce de manera individual se torna muy difícil, por no decir imposible, contrarrestar su comportamiento. Es lo que ocurre cuando una guerrilla o una institución tachada de terrorista es desarticulada mediante la intervención policial. Se consigue neutralizar a su cúpula y a sus miembros más conspicuos, no obstante quienes no despiertan el interés propio de la emergencia quedan abandonados a su suerte y sin una autoridad o ligamiento que les establezca los límites o les entregue instrucción. Tras lo cual cometen actos mucho más sanguinarios que su tropa de origen, o se pasan a la delincuencia común. Acá es más o menos parecido: un tipo que jamás ha formado parte de un grupúsculo racista, o que lo ha integrado de modo tengencial, pero que comparte -incluso de manera involuntaria- sus pensamientos, es menos propenso a detenerse y medir las consecuencias que alguien que siente que le debe lealtad a una entidad y que no desea el perjuicio tanto personal como de sus compañeros.

De hecho, la mayoría de los asesinatos de homosexuales en Chile no los cometen los neonazis, sino que se trata de situaciones generadas en un contexto muy similar al que le tocó enfrentar a Daniel Zamudio. Personas que participan de alguna juerga donde un integrante con ascendencia sobre sus amigos pierde los estribos y empuja a los demás a llevar adelante un crimen. El problema es entonces no son los agresores en si, sino la evidencia de que esto acaece producto de una subcultura homofóbica que subyace y está detrás. Es esa mentalidad la que hay que combatir, más allá de que los responsables de estos hechos repudiables sean condenados con la severidad que exige el caso, en lo que se precisa como una búsqueda de la mejor justicia posible. Lo cual no se ve en el libro de Fluxá, y es una lástima porque más allá del realismo con que trata de impregnar su investigación, al final uno siente que este periodista ha dejado escapar una oportunidad histórica.