En coro, las voces de los representantes del quehacer público nacional han expresado su repudio contra el asesinato de un cabo de carabineros, hecho ocurrido en Santiago el jueves recién pasado. La presidente calificó este crimen de "cobarde". Y los parlamentarios que suelen aprovechar estos acontecimientos para pedir que sean aumentadas las penas contra quienes agreden a un funcionario policial, incluso de manera exclusivamente verbal, por supuesto que no han dejado pasar la oportunidad, agregando que el actual gobierno, de orientación centro izquierdista y con un programa basado en una serie de demandas surgidas a partir de las protestas callejeras acaecidas en los últimos años, ya con sus inclinaciones ideológicas está incitando una conducta de liviandad moral que entre otras cosas hace que la gente sienta que no le debe tanta solemnidad a un vigilante estatal. Más aún: tras este homicidio algunos medios de comunicación, imbuidos por el sensacionalismo de costumbre, publicaron notas periodísticas en las cuales se preguntaban si acaso los ciudadanos le estaban perdiendo el necesario respeto a la autoridad.
Analicemos las circunstancias en las cuales se produjo este asesinato (que como cualquier otro, merece la mayor de las condenas). Los dos policías involucrados estaban efectuando vigilancia vestidos de civil, en un automóvil común. Ven pasar a otro vehículo, y como la actitud de sus ocupantes les resulta sospechosa, inician una persecución, la cual intentan acabar adelantando a sus objetivos y colocando su móvil por delante del de ellos. Es entonces cuando se dan cuenta, de la peor forma posible, que se enfrentan una pandilla de seis jóvenes armados, quienes al ver a un par de individuos sobre quienes no tenían la más mínima forma de saber que eran carabineros, de seguro imaginaron que eran desafiados por uno de los tantos grupos rivales a los que estas montoneras deben prestar atención a fin de mantenerse con vida. Pues, no lo olvidemos, los funcionarios no se identificaron como agentes -o no les alcanzó el tiempo-, y quizá esperaban que la acción temeraria y desafiante descrita al comienzo de este párrafo iba a disuadir a los muchachos. No obstante, uno que observa un mínimo los noticiarios se da cuenta del modo en que se defienden estas bandas cuando atizan a personas con un revólver o una escopeta en la mano. Sólo se trató del instinto de supervivencia ante unos desconocidos potencialmente peligrosos.
Y en esta batalla el triunfo fue para la agrupación de maleantes, quienes no descansaban en la confianza de un encargo delegado por el Estado, hecho que además no había forma de dar a conocer en el momento. Una verdadera lástima. Por el carabinero muerto y la pandilla de atacantes, que salvo por las riñas a balazo limpio que tanto desesperan a los habitantes de ciertos barrios populares, no habían cometido otro tipo de delito como conjunto, aunque algunos de sus miembros sí habían participado en asaltos. Finalmente se trató de un crimen circunstancial, como la mayoría de los que ocurren en el país. Pero que producto de su connotación social y las altas penas que ya conlleva en el actual ordenamiento jurídico, va a terminar generando un enorme perjuicio para la existencia de estos muchachos, sobre todo a quien efectuó el disparo, que lo más probable es que sea condenado a la denominada prisión perpetua efectiva (ésa que implica cuarenta años en la cárcel). Espero (y esto no se trata de una actitud de conmiseración ni de un enésimo intento por justificar la delincuencia en el marco de sus supuestas causas sociales) que los magistrados consideren los atenuantes a la hora de delinear los castigos, pues es preciso insistir, ni el responsable directo de este homicidio ni los que a la postre remataron siendo cómplices contaban con alguna información acerca del origen de sus víctimas, por lo que desconocemos la forma en que habrían respondido de haberse enterado al respecto.
Cuando acaeció el asesinato de Daniel Zamudio, muchos insistieron en la situación de marginalidad tanto del afectado como de los agresores, usando esta realidad como pretexto para señalar que también se trataba de un crimen circunstancial. Hace poco su publicó un libro que gira en torno a esta tesis, el cual desató las iras de la comunidad homosexual. De acuerdo: eso no evitó que el líder de la paliza fuera condenado a la cadena perpetua de cuatro décadas. Pero al menos se trató de un delito donde existió alevosía y ensañamiento, y donde los victimarios conocían al fallecido, por lo que existió cierto nivel de premeditación. Acá, duela o no admitirlo, estamos en presencia de un hecho absolutamente espontáneo, repudiable desde luego, pero que se vio facilitado por un descuido de dos policías que creían que el aparato público era capaz de dibujarles una aureola sobre sus cabezas. Eso es algo que debemos reconocer, si queremos combatir de modo más eficaz el crimen.
domingo, 25 de mayo de 2014
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