miércoles, 28 de octubre de 2009

Las Palabras Perdidas de Bello

Aunque hoy, los países americanos que usan el español como lengua oficial, y que por supuesto, fueron colonias de la península, han acordado ceñirse literalmente a los dictámenes de la RAE, tanto en la ortografía y la gramática del idioma como en la aceptación de términos, al menos, en un pequeño trozo de la historia y en algunos territorios, fue de otra manera. Y se procedió en base a un modelo originado en esta parte del mundo, que hoy, por cuestiones de sentido común, clama su consideración e incluso su reposición.

El destacado escritor y filólogo venezolano Andrés Bello ( 1871-1865), propuso en 1823 una serie de innovaciones ortográficas que permitían despejar las dudas que al respecto siempre tenemos los que escribimos en esta lengua, con lo cual, además, lo acercaba a la oralidad, una cuestión lógica tratándose de estos menesteres. Entre otras ideas, invitaba a superar los problemas derivados del empleo de "g" o "j" utilizando en esas situaciones sólo esta última letra: por ejemplo, "jeneral", "jirasol". Es decir, el famoso "tratado de límites" que solicitaba García Márquez. De paso, se podía eliminar la "u" muda de las combinaciones gue-gui, pues ya no se generaría una confusión fonética, lo cual a su vez redundaba en otro hecho positivo para el poco letrado: la prescindencia de las diéresis. Dicha grafía, tampoco estaría presente en los compuestos "que" o "qui", donde sólo cabría sitio para la "q", la cual además podía sustituir a la "c", que en su sonido suave, igualmente podía ceder ante la "z" ( "zerdo", "zielo", "zero"). Otras innovaciones, consistían en eliminar la "h" ( rupestre e irreconocible en el habla), así como la "y" semivocal ( "carai", "Uruguai", "farmacia i perfumería"), fuera de duplicar la "r" en todos los casos que se pronunciara fuertemente ( "alrrededor" "rratón"). Las letras del alfabeto usadas por los hispanohablantes serían veintiséis ( no existirían la "c", la "k" y la "h", añadiéndose a cambio un tercer dígrafo: "rr") y el único lastre que perviviría sería la disyuntiva entre "b" y "v", asunto sobre el que Bello, extrañamente, jamás se pronunció, como tampoco lo hizo sobre la dicotomía ll/y.

Todos sabemos que este lingüista fue contratado en Chile hacia 1829, donde realiza una decisiva y fructífera labor en la educación. Aquí se unió a Juan García del Río y juntos intentaron masificar estas propuestas, actividad en la cual cosecharon un relativo éxito, pues fueron rápidamente aceptadas en Argentina, Colombia, Nicaragua, Ecuador y Venezuela. Sin embargo, la diplomacia peninsular comienza a funcionar con similar presteza, y en 1927 consigue que el dictador chileno Carlos Ibáñez del Campo ( que había dado un golpe meses antes y en 1931 saldrá en medio de una huelga general, para regresar en 1952, irónicamente gracias a las urnas), promulgue un decreto que dictamina que la ortografía oficial y exclusiva del español es la que fija la RAE, desalentando el uso de las innovaciones de Bello en el resto de los países donde arraigaron. Con todo, se continuarán empleando de manera más o menos persistente hasta bien entrada la década de 1950, principalmente por intelectuales americanistas y personas cultas que veían en ellas un toque de distinción. Sin embargo, el conservadurismo recalcitrante de Franco, que tenía mucho interés en reponer la hegemonía peninsular en sus antiguas colonias latinoamericanas, al menos hasta donde se pudiera, logró permear a las clases altas y éstas volvieron a conducir a los pueblos al imprialismo , ya sea yanqui o coño ( muchas oligarquías del subcontinente vieron en " el caudillo" y su fascismo católico y militarista, una directriz para contrarrestar las reivindicaciones sociales que las estaban atosigando), lo cual remató en un desprecio por las reformas ortográficas antes mencionadas, incluso la amenaza del casigo moral o judicial si continuaban ejerciéndose. De este modo, la mentada RAE consiguió que su normativa fuese, ahora sí de forma definitiva, vinculante.

Hay muchas explicaciones de por qué las propuestas de Bello fueron censuradas. Primero, está el hecho de originarse desde América, algo que siempre les causa tirria a los peninsulares, que nunca van a aceptar la enajenación de un patrimonio que consideran suyo. Después, podría agregarse la disminución de grafías canónicas, pues a los gallos castizos les encanta decir con orgullo que "el español utiliza el alfabeto romano con una letra adicional: la ñ", como una suerte de superioridad sobre otras lenguas, romances o no ( la "w" es una ligadura aportada por los bárbaros en los albores de la Edad Media, por lo que puede pasar). Y finalmente, se puede argumentar que la simplificación ortográfica equivalía, para los monjes de la filología que rigen este idioma, una vulgarización inaceptable, al otorgarle acceso al populacho, supuestamente, nivelando hacia abajo. Que sientan el mismo esfuerzo que experimentamos nosotros, aunque no tengan herramientas para sobrellevarlo en el tiempo.

miércoles, 21 de octubre de 2009

La Norma y Los Dialectos

Con contadas excepciones, las lenguas se comportan de manera diferente de acuerdo a una determinada zona geográfica o grupo social. Por tal motivo, de su seno se desprenden los dialectos, que pueden ir de poco perceptibles giros en la pronunciación, hasta complejos orales y escritos mutuamente ininteligibles con el tronco central, fenómeno conocido como disglosia. Cuando dichos dialectos adquieren identidad propia - un número importante de hablantes, una tradición literaria sostenida en el tiempo y cualitativamente consistente-, pueden ser considerados nuevas lenguas y así la raíz original corre el riesgo de desaparecer. Aconteció de tal modo, por ejemplo, con el latín y el sánscrito. Para evitar ese desbande, entre los círculos de especialistas, se fijan las llamadas normas: variantes estandarizadas y desde su fundación, pretendidamente universales, que son o deben ser aprendidas por los diversos parlantes de un determinado idioma. Con algunas salvedades, suele existir sólo una norma por lengua. En el caso del español se sigue la regla, y así tenemos que la RAE establece, a través de sus tratados de gramática y ortografía, y del diccionario de términos, las directrices que deben ser seguidas por todos aquellos que se expresan o desean expresarse en este habla.

Este hecho no provoca un retroceso de los dialectos y muchos menos alienta una probable extinción. Por el contrario, éstos suelen permanecer como un rasgo distintivo de una región, un país o una clase social. Con el español, aquello se torna una realidad bastante interesante. Sobre todo, si apuntamos que la norma sentenciada por la RAE es de carácter exclusivamente escrito y no existe en el discurso oral, lo cual, por extensión, puede conducir a afirmar que no existe verdaderamente, si entendemos el lenguaje como un proceso lógico que parte en los labios y culmina en el papel. En consecuencia, estamos en condiciones de concluir que la mentada norma española es, al menos en sentido estricto, una lengua artificial impuesta, muchas veces, en contra de los geolectos y sociolectos locales, que además, adquieren la condición de habla nativa. Dicha dicotomía remata en una aseveración que hace rato se ha transformado en un clisé: decir que los habitantes de tal o cual territorio pronuncian mal, o simplemente, no se saben manejar con el español. Que los argentinos hablan mal, que los chilenos hablan mal, que los caribeños hablan mal... que los ( aquí se puede colocar cualquier nacionalidad que no provenga de la Península Ibérica) hablan mal el idioma. Algo que, si hilamos fino, se reduce a una perogrullada si nos referimos al régimen que gobierna al castellano.

Esta situación se da en otras lenguas, como el alemán o el vasco. Sin embargo, la tendencia más común - otra vez tropezamos con esas peculiaridades propias que sólo se pueden dar en el español- no es hacia la norma artificial, sino a la modificación, leve o profunda, del dialecto más significativo, que puede ser el de la capital del país de origen ( práctica muy común en aquellas lenguas que se identifican mayormente con un solo Estado, como el japonés) o aquel que ha alcanzado el más grande prestigio cultural ( el italiano, derivado del toscano florentino, es una clara muestra de ello). Ya hemos acotado, tanto en este artículo como en otros, que existen lenguas que presentan más de una estandarización, que en ciertos casos, como el inglés o el portugués, ha sido tomado como un asunto de identidad nacional. Pero también se dan situaciones en las cuales caben dos normas independientes dentro de un mismo país, por ejemplo el noruego. Incluso, hay lenguas que no cuenta con una norma determinada y sin embargo no se resquebrajan, como el maorí, que ni siquiera cuenta con una ortografía unificada.

Desde luego que no se trata de llamar a la anarquía absoluta y a olvidarnos del diccionario en favor de los modismos locales. Insisto, como lo he recalcado en textos anteriores, que la existencia de la RAE ha sido un factor de suma importancia en la conservación de la lengua española y en el hecho de que cuente con un gran número de hablantes. Y una de las actitudes que ha permitido esas consecuencias, es precisamente gracias a la confección de un techo que, si bien parece más un aura, tiene la virtud de cobijar a todos los que quieran sin, al menos en primera instancia, hacer discriminaciones. El problema radica en el desprecio por los geolectos locales y la insistencia en seguir un "castellano neutro". A propósito, dicha prerrogativa ha sido una obsesión puramente latinoamericana, probablemente porque aquí hay diecinueve países donde el español es lengua oficial, más ciertos estados norteamericanos donde también posee ese rango. Es decir, no se restringe a uno, como en Europa o África. El problema es que tal consenso ha impulsado a creer a los hablantes exóticos o de segunda lengua -sobre todo los del Viejo Mundo- que la norma es la pronunciación ibérica, y así lo enseñan los profesores y lo aprenden los alumnos. En circunstancia que España sólo practica su propio dialecto, que por cierto, está fragmentado en varios subdialectos geográficos y locales, algunos con significativas diferencias. Luego, cuestiones como el zezeo, considerado en todas la latitudes como el sonido propio para esa letra, en realidad sólo forman parte del giro fonético peninsular. ¿ Por qué, entonces, Argentina no defiende sus versiones particulares del yeísmo o el lleísmo? ¿ O Chile no hace lo propio con su uve interdental? ¿ O los caribeños dejan de avergonzarse de las diferencias que hacen entre la hache, la jota o la ge? Al menos podríamos distinguir cada grafía y evitar aberraciones ortográficas. Si este subcontinente ha enriquecido el idioma con sus aportes literarios, no veo por qué le debemos cerrar la puerta a sus propuestas filológicas.

miércoles, 14 de octubre de 2009

El Esplendor Colonialista

Todos sabemos que la llamada lengua de Cervantes está regulada por un organismo denominado la Real Academia Española, coloquialmente RAE, que fija la gramática, la ortografía y el diccionario del idioma. Esta institución, por motivos lógicos, tiene su sede central en ese país de la Península Ibérica; pero cuenta con filiales en todos aquellos lugares donde el español es oficial, e incluso, en dos donde no lo es: Estados Unidos y Filipinas. Su labor está, de algún modo, contenida en su lema: "limpia, fija y da esplendor".

Pero, ¿ cómo lleva a la práctica los propósitos para los cuales fue creada? Ante todo, dejemos en claro que las principales lenguas europeas, cada una de ellas, cuenta con una academia en su país de origen, que igualmente determina los ítemes ya nombrados en el primer párrafo. Así las hay, por ejemplo, francesa e inglesa - esta última, también con el mote de "real"-. Sin embargo, la hispánica guarda una interesante diferencia con respecto a sus símiles, y que está dada precisamente por aquella particularidad de contar con sucursales en las diversas naciones que comparten dicho habla: sus decisiones son vinculantes. Es decir, si los mandamases asentados en la Iberia establecen que una palabra debe escribirse con c, s, j, g, x: todos debemos acatar sus conclusiones y reproducir el citado término de tal o cual manera. Por otra parte, si aparece y se masifica un vocablo desconocido en tal o cual territorio, la filial local puede recogerlo, pero no tiene la facultad de oficializarlo, porque ése es un derecho exclusivo de la mencionada RAE, que recibe cada cierto tiempo las propuestas de sus dependientes. Y de manera arbitraria, la matriz puede rechazar o aceptar la moción: si se opta por lo primero, el citado vocablo simplemente no existe y no puede ser empleado ni en el mensaje oral ni en el escrito. Si en cambio, la decisión es positiva, la palabra pasa a formar parte del diccionario, donde, pese a adquirir rango universal, se recomienda su uso sólo en la zona desde donde su formalización fue pedida.

Pues bien. Ocurre que la RAE es la única institución de su tipo que tiene un carácter vinculante. Su par francés toma decisiones que sólo son seguidas por sus hablantes europeos -Bélgica, Suiza, la propia Francia-, pues los francocanadienses poseen sus propios organismos. Idéntica situación se da en el caso del inglés, cuyos regidores fijan estatutos sólo para Inglaterra, pero por ejemplo, Estados Unidos cuenta con su propia norma, mismo camino que han tomado Canadá, Australia, Sudáfrica e incluso Irlanda: una situación que conocen especialmente los estudiantes que se adentran en los distintos dialectos y geolectos que exhibe dicha lengua. Tal realidad, por una parte tiene su aspecto positivo: ha mantenido al español como una entidad cohesionada en los múltiples lugares donde se habla, impidiendo de paso el resquebrajamiento de su ser en una incontable cantidad de criollos mutuamente ininteligibles. Hasta cierto punto, ese factor ha sido clave en el hecho de que estemos frente a la segunda lengua más populosa del planeta. Pero por otro lado, ocasiona situaciones que pueden ser tachadas de colonialismo. Al someterse a la matriz ibérica, los asociados también han concordado en considerar aquellas palabras surgidas en otras latitudes como regionalismos -americanismos o africanismos, si provienen de Guinea Ecuatorial-, con las condiciones descritas en el párrafo precedente. Muy por el contrario, las palabras de creación reciente que nacen en España, tienen rango internacional, aunque claramente sean meros modismos y a veces idiotismos sostenidos por un grupo social o generacional de aquel país. Así, el diccionario detalla minuciosamente la procedencia de términos que hoy poseen una aceptación univeral, como cancha o huracán, mientras que el verbo esnifar, poco conocido fuera de Europa, cuenta con el privilegio de no verse acompañado por una cita que recuerde su sector de fundación. Incluso se dan sutilezas muy curiosas y por lo mismo aberrantes: si uno busca la palabra "pico" -desafío a que lo hagan en www.rae.es- encontrará que, entre sus variadas acepciones, está una que indica "vulgar: en Chile, pene". Si luego se hace el mismo ejercicio con "polla", notará que aparece "vulgar: pene"... ¡ pero no se menciona el nombre del país! Y todos sabemos que se trata de un modismo español. Y lo mismo vale para "pija", "pinga" o cualquier otro sinónimo. ¿ Por qué, hasta para ser malhablados o desahogarnos por algún mal momento, tenemos que ser gallos castizos? Bueno: en realidad no castizos, sino sometidos al imperialismo filológico.

Esta sujeción se dio por un hecho muy simple de explicar. Ningún país de habla hispana, ni siquiera la propia España, ha sido potencia mundial o ha pertenecido al Primer Mundo después de la Revolución Francesa, que es cuando se consolidan los Estados de la forma en que los concebimos actualmente, así como se definen los conceptos de democracia y soberanía de manera moderna. Ninguna nación ha llegado al nivel de Estados Unidos, Canadá, Australia, Austria o Suiza, o incluso de Brasil, que sigue una norma propia para el portugués, que por cierto tiene bastantes particularidades. Los norteamericanos, cuando empezaron a erigirse en lo que son hoy día, decidieron ir adelante con su propia versión del inglés, incluso tragándose las burlas de los británicos, que los consideraban niños que recién estaban aprendiendo a balbucear. También el resto de los territorios recién nombradas, donde es oficial una lengua anfitriona, no una nativa. Una muestra más de la sumisión colonialista de los latinoamericanos, en conclusión. Algunos proponen que el llamado " español americano", que se usa en las traducciones y doblajes de películas, puede constituirse en una ruta de emancipación. Pero cabe recordar que esa variante arraigó en el subcontinente desde Estados Unidos, donde la utilizaron los inmigrantes, de preferencia mexicanos, por una imposición de Hollywood. Y salvo en el campo lingüístico, ya sabemos quién manda en esta parte del mundo.

jueves, 8 de octubre de 2009

Esa Temida Ortografía

Hace algunos años, en una feria del libro celebrada en la ciudad mexicana de Zacatecas, el escritor colombiano Gabriel García Márquez, pronunciaba un severo discurso contra las normas regulatorias del idioma español, titulado "Botella al Mar Para el Dios de las Palabras". En su parte medular, llamaba a jubilar la ortografía, pidiendo acciones puntuales, como "enterrar las haches rupestres", "fijar un tratado de límites entre la ge y la jota", además de fundir a la b y la v en una sola letra, porque "los conquistadores nos legaron dos y siempre sobra una".

Por cierto, y con argumentos totalmente justificados, varios lingüistas y filólogos salieron a contradecirlo. Después de todo, el lenguaje contiene una parte oral y otra escrita, y si la primera le permite existir, la segunda lo salva del olvido. Y en ambos casos, es necesario regirse por un código más o menos universal, que impida un desbande que finalmente acabe en la conformación de tantas lenguas como habitantes pueblan el planeta, lo cual haría contraproducente el uso de esta forma de comunicación. De hecho, los idiomas que acaban siendo más populosos, y que llegan a tener el sitial más relevante en la historia mundial, son aquellos cuyos hablantes han aceptado, ya sea de manera consensuada o por imposición, un cuerpo de leyes gramaticales más o menos genérico. Más aún: sin dicho corpus, quizá toda la literatura hispánica, incluyendo al mismo García Márquez, jamás se hubiese desarrollado, lo cual de algún modo -y esto no lo digo con intención de ofender- deja su propuesta como un hecho que sólo podría darse en lugares como Macondo u otros donde se han ambientado las características historias del realismo mágico.

Y sin embargo, ciertos aspectos de ese alegato merecen, por lo menos, un mínimo de atención. Pues, efectivamente, dentro de la lengua española hay ciertas prescripciones ortográficas que pueden incluso ser consideradas absurdas, no sólo por quien provenga de otra cultura, sino desde el punto de vista de la teoría del lenguaje en general. Efectivamente, b y v corresponden a un mismo fonema, aunque en ciertos países lationamericanos, se suele exigir que esta última se pronuncie como la w alemana, para que el oyente note una diferencia. En el caso de la g y la j, si bien se insiste en que sus sonidos son distintos -aunque, como sucede en estos casos, difíciles de percibir a simple escucha-, la conservación de la primera en un campo que le es ajeno, se debe a cuestiones puramente etimológicas: en el antiguo latín la actual pronunciación de la j se registraba con la x, grafía que se mantuvo en muchos casos pese al cambio de fonema. No obstante, existió una pequeña excepción, y los mandamases de la Real Academia Española -RAE, de la cual nos referiremos en un próximo artículo-, a modo de testimoniar esa suerte de desliz evolutivo, decidieron que palabras como legislación ( del latín "lex", que se pronuncia "lej", y que en español, significa ley) o regencia ( del latín "rex"=rey), debían anotarse en los libros tal como las ven aquí. Similar situación ocurre con el binomio c-s: la primera, cuando se produce la duda, aparece porque su matriz se escribía con d o t; así, esencia, deriva del latín "esentia", o audacia, que proviene de otro término hispánico, audaz ( entre paréntesis, digamos que aquí se ocasiona otro caso curioso relacionado con la familia de palabras, pues la z terminal se coloca en primitivos que concluían en x: audax=audaz). Por último, lo de la hache merece una crónica aparte: es completamente muda, y si bien su carencia de fonema real es común a todas las lenguas romances, en los demás casos sirve para modificar la pronunciación de la letra inmediatamente anterior o posterior, como en el caso del italiano, donde por lo mismo, son escasas las palabras que llevan esta grafía al inicio. En cambio, los hispanohablantes debemos soportar una letra que no existe cuando uno la habla ( y es una cruel ironía que ese mismo término la contenga, de más está decir, por un capricho etimológico), y que además, presenta reglas ortográficas e incluso de origen demasiado imprecisas.

Y aquí es donde radica uno de los meollos del asunto. El español es una lengua que privilegia el mensaje escrito, bastante antes que el oral. En circunstancias que los seres humanos primero aprendemos a hablar y enseguida a escribir. No es extraño, si se considera que nació en un territorio que siempre privilegió los claustros monacales, que además, durante, muchos siglos -los necesarios para que una lengua nacional se consolide como tal- fueron prácticamente las únicas instancias de alfabetización y, por ende, de estudio. Si el inglés puede definirse como una lengua de piratas; el francés, de burgueses, y el italiano, de siúticos: el español es claramente una lengua de monjes. No para un puñado de instruidos, sino de iluminados que son los únicos depositarios de la verdad. Y ese estigma ha sido la joroba que este idioma ha debido cargar durante su larga y fructífera existencia. Y en artículos próximos descubriremos cómo.