miércoles, 21 de octubre de 2009

La Norma y Los Dialectos

Con contadas excepciones, las lenguas se comportan de manera diferente de acuerdo a una determinada zona geográfica o grupo social. Por tal motivo, de su seno se desprenden los dialectos, que pueden ir de poco perceptibles giros en la pronunciación, hasta complejos orales y escritos mutuamente ininteligibles con el tronco central, fenómeno conocido como disglosia. Cuando dichos dialectos adquieren identidad propia - un número importante de hablantes, una tradición literaria sostenida en el tiempo y cualitativamente consistente-, pueden ser considerados nuevas lenguas y así la raíz original corre el riesgo de desaparecer. Aconteció de tal modo, por ejemplo, con el latín y el sánscrito. Para evitar ese desbande, entre los círculos de especialistas, se fijan las llamadas normas: variantes estandarizadas y desde su fundación, pretendidamente universales, que son o deben ser aprendidas por los diversos parlantes de un determinado idioma. Con algunas salvedades, suele existir sólo una norma por lengua. En el caso del español se sigue la regla, y así tenemos que la RAE establece, a través de sus tratados de gramática y ortografía, y del diccionario de términos, las directrices que deben ser seguidas por todos aquellos que se expresan o desean expresarse en este habla.

Este hecho no provoca un retroceso de los dialectos y muchos menos alienta una probable extinción. Por el contrario, éstos suelen permanecer como un rasgo distintivo de una región, un país o una clase social. Con el español, aquello se torna una realidad bastante interesante. Sobre todo, si apuntamos que la norma sentenciada por la RAE es de carácter exclusivamente escrito y no existe en el discurso oral, lo cual, por extensión, puede conducir a afirmar que no existe verdaderamente, si entendemos el lenguaje como un proceso lógico que parte en los labios y culmina en el papel. En consecuencia, estamos en condiciones de concluir que la mentada norma española es, al menos en sentido estricto, una lengua artificial impuesta, muchas veces, en contra de los geolectos y sociolectos locales, que además, adquieren la condición de habla nativa. Dicha dicotomía remata en una aseveración que hace rato se ha transformado en un clisé: decir que los habitantes de tal o cual territorio pronuncian mal, o simplemente, no se saben manejar con el español. Que los argentinos hablan mal, que los chilenos hablan mal, que los caribeños hablan mal... que los ( aquí se puede colocar cualquier nacionalidad que no provenga de la Península Ibérica) hablan mal el idioma. Algo que, si hilamos fino, se reduce a una perogrullada si nos referimos al régimen que gobierna al castellano.

Esta situación se da en otras lenguas, como el alemán o el vasco. Sin embargo, la tendencia más común - otra vez tropezamos con esas peculiaridades propias que sólo se pueden dar en el español- no es hacia la norma artificial, sino a la modificación, leve o profunda, del dialecto más significativo, que puede ser el de la capital del país de origen ( práctica muy común en aquellas lenguas que se identifican mayormente con un solo Estado, como el japonés) o aquel que ha alcanzado el más grande prestigio cultural ( el italiano, derivado del toscano florentino, es una clara muestra de ello). Ya hemos acotado, tanto en este artículo como en otros, que existen lenguas que presentan más de una estandarización, que en ciertos casos, como el inglés o el portugués, ha sido tomado como un asunto de identidad nacional. Pero también se dan situaciones en las cuales caben dos normas independientes dentro de un mismo país, por ejemplo el noruego. Incluso, hay lenguas que no cuenta con una norma determinada y sin embargo no se resquebrajan, como el maorí, que ni siquiera cuenta con una ortografía unificada.

Desde luego que no se trata de llamar a la anarquía absoluta y a olvidarnos del diccionario en favor de los modismos locales. Insisto, como lo he recalcado en textos anteriores, que la existencia de la RAE ha sido un factor de suma importancia en la conservación de la lengua española y en el hecho de que cuente con un gran número de hablantes. Y una de las actitudes que ha permitido esas consecuencias, es precisamente gracias a la confección de un techo que, si bien parece más un aura, tiene la virtud de cobijar a todos los que quieran sin, al menos en primera instancia, hacer discriminaciones. El problema radica en el desprecio por los geolectos locales y la insistencia en seguir un "castellano neutro". A propósito, dicha prerrogativa ha sido una obsesión puramente latinoamericana, probablemente porque aquí hay diecinueve países donde el español es lengua oficial, más ciertos estados norteamericanos donde también posee ese rango. Es decir, no se restringe a uno, como en Europa o África. El problema es que tal consenso ha impulsado a creer a los hablantes exóticos o de segunda lengua -sobre todo los del Viejo Mundo- que la norma es la pronunciación ibérica, y así lo enseñan los profesores y lo aprenden los alumnos. En circunstancia que España sólo practica su propio dialecto, que por cierto, está fragmentado en varios subdialectos geográficos y locales, algunos con significativas diferencias. Luego, cuestiones como el zezeo, considerado en todas la latitudes como el sonido propio para esa letra, en realidad sólo forman parte del giro fonético peninsular. ¿ Por qué, entonces, Argentina no defiende sus versiones particulares del yeísmo o el lleísmo? ¿ O Chile no hace lo propio con su uve interdental? ¿ O los caribeños dejan de avergonzarse de las diferencias que hacen entre la hache, la jota o la ge? Al menos podríamos distinguir cada grafía y evitar aberraciones ortográficas. Si este subcontinente ha enriquecido el idioma con sus aportes literarios, no veo por qué le debemos cerrar la puerta a sus propuestas filológicas.

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