jueves, 8 de octubre de 2009

Esa Temida Ortografía

Hace algunos años, en una feria del libro celebrada en la ciudad mexicana de Zacatecas, el escritor colombiano Gabriel García Márquez, pronunciaba un severo discurso contra las normas regulatorias del idioma español, titulado "Botella al Mar Para el Dios de las Palabras". En su parte medular, llamaba a jubilar la ortografía, pidiendo acciones puntuales, como "enterrar las haches rupestres", "fijar un tratado de límites entre la ge y la jota", además de fundir a la b y la v en una sola letra, porque "los conquistadores nos legaron dos y siempre sobra una".

Por cierto, y con argumentos totalmente justificados, varios lingüistas y filólogos salieron a contradecirlo. Después de todo, el lenguaje contiene una parte oral y otra escrita, y si la primera le permite existir, la segunda lo salva del olvido. Y en ambos casos, es necesario regirse por un código más o menos universal, que impida un desbande que finalmente acabe en la conformación de tantas lenguas como habitantes pueblan el planeta, lo cual haría contraproducente el uso de esta forma de comunicación. De hecho, los idiomas que acaban siendo más populosos, y que llegan a tener el sitial más relevante en la historia mundial, son aquellos cuyos hablantes han aceptado, ya sea de manera consensuada o por imposición, un cuerpo de leyes gramaticales más o menos genérico. Más aún: sin dicho corpus, quizá toda la literatura hispánica, incluyendo al mismo García Márquez, jamás se hubiese desarrollado, lo cual de algún modo -y esto no lo digo con intención de ofender- deja su propuesta como un hecho que sólo podría darse en lugares como Macondo u otros donde se han ambientado las características historias del realismo mágico.

Y sin embargo, ciertos aspectos de ese alegato merecen, por lo menos, un mínimo de atención. Pues, efectivamente, dentro de la lengua española hay ciertas prescripciones ortográficas que pueden incluso ser consideradas absurdas, no sólo por quien provenga de otra cultura, sino desde el punto de vista de la teoría del lenguaje en general. Efectivamente, b y v corresponden a un mismo fonema, aunque en ciertos países lationamericanos, se suele exigir que esta última se pronuncie como la w alemana, para que el oyente note una diferencia. En el caso de la g y la j, si bien se insiste en que sus sonidos son distintos -aunque, como sucede en estos casos, difíciles de percibir a simple escucha-, la conservación de la primera en un campo que le es ajeno, se debe a cuestiones puramente etimológicas: en el antiguo latín la actual pronunciación de la j se registraba con la x, grafía que se mantuvo en muchos casos pese al cambio de fonema. No obstante, existió una pequeña excepción, y los mandamases de la Real Academia Española -RAE, de la cual nos referiremos en un próximo artículo-, a modo de testimoniar esa suerte de desliz evolutivo, decidieron que palabras como legislación ( del latín "lex", que se pronuncia "lej", y que en español, significa ley) o regencia ( del latín "rex"=rey), debían anotarse en los libros tal como las ven aquí. Similar situación ocurre con el binomio c-s: la primera, cuando se produce la duda, aparece porque su matriz se escribía con d o t; así, esencia, deriva del latín "esentia", o audacia, que proviene de otro término hispánico, audaz ( entre paréntesis, digamos que aquí se ocasiona otro caso curioso relacionado con la familia de palabras, pues la z terminal se coloca en primitivos que concluían en x: audax=audaz). Por último, lo de la hache merece una crónica aparte: es completamente muda, y si bien su carencia de fonema real es común a todas las lenguas romances, en los demás casos sirve para modificar la pronunciación de la letra inmediatamente anterior o posterior, como en el caso del italiano, donde por lo mismo, son escasas las palabras que llevan esta grafía al inicio. En cambio, los hispanohablantes debemos soportar una letra que no existe cuando uno la habla ( y es una cruel ironía que ese mismo término la contenga, de más está decir, por un capricho etimológico), y que además, presenta reglas ortográficas e incluso de origen demasiado imprecisas.

Y aquí es donde radica uno de los meollos del asunto. El español es una lengua que privilegia el mensaje escrito, bastante antes que el oral. En circunstancias que los seres humanos primero aprendemos a hablar y enseguida a escribir. No es extraño, si se considera que nació en un territorio que siempre privilegió los claustros monacales, que además, durante, muchos siglos -los necesarios para que una lengua nacional se consolide como tal- fueron prácticamente las únicas instancias de alfabetización y, por ende, de estudio. Si el inglés puede definirse como una lengua de piratas; el francés, de burgueses, y el italiano, de siúticos: el español es claramente una lengua de monjes. No para un puñado de instruidos, sino de iluminados que son los únicos depositarios de la verdad. Y ese estigma ha sido la joroba que este idioma ha debido cargar durante su larga y fructífera existencia. Y en artículos próximos descubriremos cómo.

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