domingo, 8 de mayo de 2016

La Herencia de Trump

Cuando ya se da por hecho que Donald Trump ganará la plaza de los republicanos a la elección presidencial de Estados Unidos, muchos militantes de dicha colectividad empiezan a manifestar una suerte de resignación penosa, al verse obligados a aceptar como su abanderado a un individuo alejado de los principios fundacionales del "partido de Lincoln", de tendencias fascistas, populista y frívolo a la vez -una mezcla frecuente de observar en los políticos de extrema derecha-, que evade el debate de ideas recurriendo al insulto y el chiste fuera de contexto y de grueso calibre -que no necesariamente alude a la sexualidad-, engreído y despectivo en su condición de empresario exitoso.

Personalmente, no encuentro aspectos en Trunp suficientes para calificarlo como un sujeto heterodoxo en relación con la historia, al menos la reciente, de los republicanos (y de la actividad política norteamericana en general). Quizá resulte diferente -y a la vez chocante- la forma en que se expresa; pero finalmente es un tipo carismático que está buscando convencer a la población para que llegado el momento vote por él, algo que hace todo candidato a un cargo público elegible. Si revisamos la trayectoria de los últimos cuatro presidentes de ese partido que llegaron a la White House mediante comicios (para excluir a Gerald Ford), tenemos que ninguno dejó de acudir al discurso populista, en el sentido de exponer ideas extremistas y poco racionales con un lenguaje mesiánico, el que por lo demás llevaron adelante una vez instalados en el poder, con las consecuencias negativas que ello significó para el país. Nixon se presentó como el contenedor de las conductas libertinas surgidas en los sesenta, apelando al doctrina del destino manifiesto, tanto dentro como fuera del territorio estadounidense. Reagan insistió en un discurso belicista y anticomunista, mientras al interior de su nación aplicaba a rajatabla los principios más draconianos del nuevo liberalismo. Los Bush, por su parte, allegados a la derecha religiosa, siempre aprovecharon la oportunidad para señalarse como la consecuencia de un mandato divino.

Y todos, como los economistas ligados a su sector ideológico suelen vaticinar a propósito de los populistas, no acabaron sus mandatos de buena manera. Nixon se vio forzado a renunciar por el escándalo Watergate; los Bush dejaron al país con sendas recesiones, y Reagan, a quien le suelen aplaudir su victoria sobre el comunismo, no obstante generó con sus políticas monetarias -menos de tinte pragmático que doctrinal-, situaciones de pobreza, desigualdad e inseguridad social que impulsaron a los norteamericanos a endeudarse en créditos abusivos -los mismos que generaron el colapso de 2007, cuando un proceso propio de este sistema los dejó en la incapacidad de pagarlos- y que hicieron tambalear hasta los valores más tradicionales de la nación, como la familia (ya que se basaba en la capacidad proveedora de uno o los dos padres, que podían sostener una casa gracias a empleos estables y bien remunerados), eso último pese a que la derecha religiosa siempre trata de hacer creer lo contrario. Más aún: uno de los resultados más palpables que provocaron las iniciativas del (mal) actor fue la erección de magnates vanagloriosos, que basaban su fortuna de modo casi exclusivo en la especulación y que no tenían escrúpulos en disolver compañías importantes si esto les acarreaba siquiera una mínima ganancia, lo que luego presentaban como un triunfo y la demostración de un actuar correcto. Uno de esos individuos, precisamente, es Donald Trump, quien formó un imperio a partir del negocio inmobiliario, a través de las pequeñas empresas que heredó de su padre, conocido constructor de viviendas sociales, las que justamente fueron abandonadas tras los ocho años de Ronald en favor de la edificación de hogares para ricos con los que unos cuantos podían obtener suculentas sumas de dinero.

En resumen, tenemos que Trump es hijo político del presidente republicano más querido por ese partido de los últimos años, y además admirado por muchas personas tanto dentro como fuera de su país. Por ende, no es sino la continuidad de esa colectividad, que hace muchos años se alejó de sus principios fundacionales, si es que son distintos a los que en teoría representa el magnate inmobiliario. Algo que ha acontecido con prácticamente todas las organizaciones partidistas en las décadas recientes, que se limitan, independiente del sector ideológico al que aseveran pertenecer, a no hacer enojar a los grandes acaudalados tanto connacionales como extranjeros. Y su carácter avasallador lo torna un candidato estadounidense típico, mismo factor que lo tiene con opciones de llegar a la Casa Blanca, donde arriban quienes son (supuestos) emisarios divinos. ¿Qué queda? Sólo que no salga electo. Aunque al frente haya un mal apenas menor, integrante de otro grupo que también ha olvidado sus dogmas originales, algunos de los cuales por cierto eran mucho menos democráticos que los de los republicanos.

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