lunes, 25 de abril de 2016

La Medida de Lo Posible

Tengo sentimientos encontrados con Patricio Aylwin. Es cierto que el tipo supo llevar adelante una transición que, por las diversas circunstancias históricas, era comparable al elefante balanceándose sobre la telaraña. Sin embargo, no se puede negar que resulta excesiva toda esta parafernalia que se armó con motivo de su fallecimiento, que incluyó tres días de duelo oficial y el elogio unánime, casi a nivel del endiosamiento, de los políticos y los analistas que suelen ser consultados en esta clase de ocasiones.

Partamos por las virtudes. Aunque a algunos les parezca un aspecto negativo, de todas maneras cabe destacar a Aylwin como un conservador honesto, o al menos consecuente. Mantuvo una permanente sobriedad en su vida privada, que lo impulsó a vivir por décadas en una misma vivienda, y que tras dejar la primera magistratura lo motivó a resignarse a pasar una feliz jubilación con su familia, que tenía una estructura de clan, que de seguro lo hacía sentirse orgulloso. No le era necesario hablar de austeridad pues su propia presencia entregaba esa imagen. Mientras que, por otro lado, se trataba de un político de viejo cuño, con una oratoria rica en términos, rugidora y -tal vez por su tendencia y su inclinación moral- paternal. Una combinación de factores que por lo demás son muy útiles a la hora de reclamar adhesión popular, no necesariamente traducible en votaciones favorables, sino también cuando se pretende conseguir un consenso de opiniones positivas en torno a una figura, hecho último que quedó demostrado en las exequias organizadas en su honor. En especial cuando se viene saliendo de un régimen tan autoritario como prolongado, lo que siempre termina por darle al futuro una alta cuota de incertidumbre, algo que provoca bastante más temor que el retorno a un gobierno dictatorial.

Sin embargo, y aunque no pasen de ser meros insultos, apodos como la Patogallina o Patricio Cobarde definen con mucha exactitud ciertas conductas que el dirigente democristiano sostuvo en sus cuatro años de mandato. Al final, los rugidos fueron destinados de preferencia al pueblo raso, mientras que con los militares y otros grupos de poder se optó por el consenso y los acuerdos, en ciertas ocasiones perjudiciales para el propio gobierno que representaba. Bastó una simple rechifla, en el primer acto público de su mandato, el recordado discurso en el Estadio Nacional, de la masa para que ésta recibiera su regaño -tan severo que la obligó a cambiar de opinión-, pero con las Fuerzas Armadas -que generaron más de un dolor de cabeza en aquellos tiempos, varios de los cuales a la postre justificarían ese silbido tan notorio que se oyó en el coliseo de Ñuñoa y a través de la televisión en todo el país- cabía una conversación pausada respecto de la que se intuía iba a derivar en condescendencia (si es que no lo era ya desde el principio). Esta actitud, punto de partida de las políticas de doble rasero -o doble estándar, término que se acuñaría después-, significó una merma importante en la participación en la vida nacional de la sociedad civil, no ya sólo en su relación con los uniformados. Baste recordar algunas censuras que hoy nos parecen ridículas, como la que sufrió el libro Impunidad Diplomática o la banda Iron Maiden.

Aylwin entró a La Moneda hablando de democracia y pluralismo, y una vez instalado en palacio, organizó un fuerte cabildeo contra los medios independientes que plantearon una importante oposición contra la dictadura, alentando a los empresarios mayores y medianos a que no los patrocinaran. Poco antes de salir, confesó públicamente su desacuerdo con la economía de mercado, a la que calificó de enormemente cruel -en el marco de su conservadurismo religioso-, en circunstancias que durante todo su mandato se configuró el poder económico que tiene a la sociedad chilena padeciendo una vasta clase de injusticias, no sólo en los aspectos salariales, sin mover un dedo para impedirlo. Yo me quedo con el abuelo sobrio que siempre buscó lo que el sentido común veía como un término medio; pero también con ese padre capaz de pasar de lo pusilánime a lo severo, cuando los hijos le recordaban lo primero, en especial cuando le tiró al suelo un micrófono a una reportera en Concepción, como forma de expresar su enojo frente a un grupo de universitarios que le gritaban -con escasa objetividad sí, pero como consecuencia de una natural indignación- que era sólo un asesino igual que Pinochet.

                                                                                       

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