miércoles, 27 de agosto de 2008

Fiebre Chilena de los Setenta

No he visto Tony Manero. Tengo grandes deseos de hacerlo. Sin embargo, el filme de Pablo Larraín ha ganado tantos premios y ha inspirado tantos comentarios, que ya puedo hilvanar su trama. En todo caso, quisiera detenerme en un comentario de su realizador, extraído de una de las innumerables entrevistas que ha concedido. En él, señala que los setenta, especialmente después del golpe militar, es una década borrada en la memoria de los chilenos: que muchos la recuerdan como un tiempo de alta represión, extrema pobreza y escasez tanto de recursos como de oportunidades; sin embargo, más allá de esas consideraciones generales, nadie es capaz de mencionar un hecho específico que avale esas opiniones, pues se produce una suerte de bloqueo. Cuando lo escuché, a lo primero que atiné fue a compararlo con la experiencia que nos contaba una compañera de universidad, bastante más adulta que nosotros, y que era muy crítica del relato de los exiliados y quienes lucharon dentro del país por el retorno a la democracia, y que remataron, al menos estos últimos, en las cárceles de la DINA. Ella nos aseguraba que la gente común no tenía la más mínima idea de lo que estaba pasando, y por ende, jamás existió esa narración épica, llena de esfuerzos heroicos y colectivos, que hasta hoy la izquiera acepta y publicita como historia oficial.

Yo nací en 1974 y para el plebiscito recién entraba a la adolescencia. Por lo tanto, lo ocurrido en esos años sólo puedo conocerlo a través de fuentes indirectas. Pero existe una coincidencia y una coherencia entre las opiniones de Pablo Larraín y de Mireya Lagos - así se llamaba mi compañera- , que las torna complementarias y por lo mismo creíbles. Las dictaduras militares latinoamericanas tenían como ideología básica la desaparición, y eso incluye, además de las personas físicas, la cultura, la memoria, la felicidad y un largo etcétera. Y conste que no estoy repitiendo una metáfora barata de diputado. El miedo, mejor dicho el terror, en que el ciudadano pedestre estuvo sumido en aquella época, todavía lo hace temblar cuando se retrotrae a esos años: además de que no fue un tiempo feliz, y la mente humana tiende a encapsular los momentos nefastos. De hecho, es sintomático - esto también lo anotó Larraín- que los filmes que recrean el régimen de Pinochet están ambientados o inmediatamente después del golpe, o se pegan un salto a la década de los ochenta. ¿ Qué pasó entremedio? Bueno, "Julio Comienza en Julio", excelente trabajo, recrea los años 1920, y "A la Sombra del Sol" trata de un suceso policial ocurrido en pueblo del norte, allá por 1950.

Ahora, también podemos apelar a lo reducido del espacio, o los espacios, en ese entonces. Sólo existía una afirmación posible y obligatoria, y ya sabemos lo que ocurría con quienes siquiera se atrevían a cuestionarla. Dicha situación hacía imposible, más bien innecesaria, la permanencia, por ejemplo, de expresiones artísticas, por algo prácticamente nulas en ese tiempo. La literatura, la plástica, la música... que abundaban en Chile, también desaparecieron, y aún no las podemos recuperar completamente. Ni hablar del cine: el número de producciones que llevamos durante el 2008, supera con creces lo rodado en esos años. La única vía de esparcimiento era la televisión, lo cual ha transformado a algunos programas de la época en objetos de culto. Ahí es donde un representante del bajo pueblo, con conexiones en la delincuencia común, ve la posibilidad de surgir y de paso, hacerse famoso. Entonces, se presenta a un concurso de dobles de Tony Manero, personaje interpretado por John Travolta en "Fiebre de Sábado por la Noche", que en las salas locales se estrena, con enorme y a la vez fácil éxito, en 1978. Una sociedad perforada, antes que hueca, imposibilitada de canalizar sus propias inquietudes artísticas, a la que sólo le queda evadirse con un filme extranjero de sencilla comprensión e inmenso aparataje publicitario. No por nada los certámenes de dobles se tornaron populares en esa época, y los morenos, miserables y decrépitos sujetos que imitaban a los cantantes o actores extranjeros de moda, idearon toda clase de triquiñuelas para llamar lo más posible la atención. Como dato curioso, huelga decir que la mejor película de esos años, en cuanto a fresco de la época se refiere, es un documental titulado "El Charles Bronson Chileno" que describe el patético esfuerzo de un poblador por reproducir las maneras y manías de esa estrella de policiales de clase B. Les sugiero a mis lectores que busquen y vean ese filme, porque a diferencia del personaje que construye Alfredo Castro, trata de un hombre real, que entre paréntesis aún está vivo. Además, fue realizado por Carlos Flores, profesor de la Escuela Cine Chile, y por lo mismo, de Larraín.

A propósito, no es una mera anécdota que Pablo Larraín sea hijo de un senador derechista. Ellos dirigían el circo en los setenta, y como no tenían contrapeso, son quienes mejor pueden darnos una opinión a partir de su experiencia de vida. Sus contrincantes estaban fuera o siendo torturados en alguna prisión informal, y el grueso del público, honestamente no sabía y en el mejor de los casos no quería enterarse. Finalmente, el único registro accesible fue esa televisión intencionalmente vacía que consoló a las angustiadas y temerosas cabezas con, entre otras cosas, concursos de imitadores. Para recordar ese periodo, en vez de recrear un centro de detención de la DINA, debemos reconstruir esa serie de programas de la telebasura que, nos guste o no, han resultado ser el más fiel retrato de una época. Si no, nos sucederá lo que a otro Pablo: Perelman, que en "Imagen Latente" incluyó escena de tormento sufridas por una mujer, pero como recuerdos entrecortados en una historia que se desarrollaba en tiempo presente. Eso es la represión en los setenta: vagas remembranzas, muchas de ellas, aprendidas sólo después del leer libros testimoniales. La verdadera realidad está en la mentira: porque eso caracteriza a un pueblo regido por un gobierno militar

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