miércoles, 26 de junio de 2013

Del Carnaval A Las Protestas

¿Por qué la prensa y la comunidad internacionales han observado con un declarado asombro lo que ha sucedido con las protestas en Brasil? No es tanto el hecho de que una multitud pretenda valerse de los eventos deportivos de nivel planetario que el país organizará a partir de este año -Copa Confederaciones, Mundial de Fútbol, Juegos Olímpicos- para colocar sus demandas sociales en el debate público, que al fin y al cabo los casos de movimientos populares que aprovechan estos espectáculos para mostrar los rostros ocultos abundan y existen al respecto varios ejemplos en las recientes décadas. Sino más bien, que la irrupción de estas manifestaciones masivas ha roto con los estereotipos más conocidos de la "nación de la zamba y el carnaval" y por ende citados de modo majadero en los mismos medios de comunicación cuyos reporteros ahora se sienten sobrepasados por lo que está ocurriendo en las calles. Recién el mundo se está dando cuenta que el pueblo brasileño es capaz de reunirse no sólo para pasarlo bien, y que las favelas y los barrios miserables de ciudades como Río y Sao Paulo están habitados por gente real que además no se encuentra ahí para despertar el interés del turista.

Brasil es un país que siempre se ha caracterizado por sus abundantes cordones de pobreza, su injusticia social y su pésima distribución del ingreso. Que si bien son anomalías que afectan cuando menos en términos generales a toda América Latina, acá están presentes de modo especialmente pronunciado, y no tanto porque el territorio sea el más extenso o el más populoso. Fuera de ello, durante un lapso prolongado de tiempo fue gobernado por dirigentes de centro derecha, tanto liberales como conservadores moderados, quienes, en base a sus convicciones políticas, decidieron potenciar los aspectos más tradicionales de la comunidad, entre los que se encontraba una caricaturesca versión de la idiosincrasia nacional propicia para la promoción publicitaria en las tarjetas postales -y aquí entra esa supuesta tendencia a la eterna juerga- y un desarrollo solventado por enormes capitales de origen local y extranjero (muchas fortunas brasileñas se hallan entre las más acaudaladas del orbe). Esa sucesión de presidentes fue rota con el triunfo electoral de Luiz Inacio Lula da Silva, un obrero y líder sindical con estudios técnicos que para colmo provenía del izquierdista Partido de los Trabajadores. Colectividad que logró retener el poder no sólo gracias a una segunda victoria del mencionado Lula, sino que enseguida colocó en la alta magistratura a una mujer, Dilma Rousseff, la primera en hacerse cargo de los brasileños, y quien ha debido soportar los reclamos de la calle.

El problema, entonces, surge por el alza de las expectativas. De partida, por una continuidad de administraciones que son diferentes a lo que se estaba acostumbrado. Un factor que es independiente de la tendencia política de los gobernantes (un hecho similar ocurre en Chile con la asunción de Sebastián Piñera, tras dos décadas de legislaturas de centro izquierda). Pero que se relaciona con otros donde esa característica sí está marcada. Por ejemplo, que tratándose de un país con serias fallas en la distribución del ingreso, asuma un grupo de dirigentes que sigue una línea de pensamiento cuya principal preocupación -al extremo que consideran que sin ella no se puede hablar de progreso- justamente es la opción de que todos los ciudadanos alcancen una proporción significativa de la riqueza generada. A lo cual se debe añadir la cuestión de la novedad, en el sentido de que quienes se hacen cargo ya no son los de siempre, antecedente muy importante al momento de analizar la dinámica pública interna de Brasil, un lugar en donde la corrupción y el tráfico de influencias cuentan con una presencia muy activa. Un viraje que al parecer no ha representado el Partido de los Trabajadores pues varios de sus integrantes han sido descubiertos desfalcando fondos fiscales. Lo que al final provoca la sensación de que los renovadores tienen los mismos vicios y valen lo mismo que los demás políticos -y por extensión que la totalidad de los potenciales políticos-. Así como también se percibe que el cambio de rumbo en el ejecutivo no se traduce en beneficios para la población sino que muy por el contrario, se insiste en las estampas postales sólo que a gran escala. Esto último, un lujo que las actuales autoridades se pueden dar gracias a la importante expansión económica, otra motivación que alimenta las manifestaciones masivas.

Y la respuesta a los reclamos no ha sido diferente tampoco. Las imágenes de televisión han dado cuenta de la violenta represión policial, por parte de agentes especializados en el control de bandas de pistoleros y narcotraficantes -lo que es igualmente polémico, si se considera que en esos menesteres utilizan arsenal de guerra-: es decir, sujetos que no están preparados para esta clase de encuentros masivos. Rousseff, por su parte, tras guardar silencio e intentar mostrar una suerte de neutralidad caballerosa (lo que en Brasil se puede hacer o cuando menos disimular ya que es un Estado federal donde cada entidad maneja su propia fuerza pública) ha repetido consignas provenientes de otros lugares como convocar a un amplio pacto social e incluso cambiar la constitución, sólo con el afán de aparecer como una persona que escucha a los manifestantes y sin ninguna reflexión acerca del significado de los términos que ha empleado ni de alguna información sobre el contexto geográfico ni histórico en donde fueron llevados a cabo. La verdad es que los ciudadanos tendrán que seguir esperando, aunque hayan conseguido sustituir el carnaval por la legítima indignación.

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