jueves, 25 de abril de 2013

La Inefable Necesidad de Creer

¿Qué lleva a un grupo de personas a formar una secta donde, con el afán de evitar el fin del mundo, inmolan a un recién nacido, hijo de una sus integrantes, en el marco de una festividad ritual? Bueno: si consideramos que ese acontecimiento ocurrió en noviembre de 2012, a un mes de la fecha señalada como el "apocalipsis maya", podemos entender un mínimo nivel de cosas, en especial si nos retrotraemos apenas a diciembre pasado, y recordamos la paranoia colectiva que se había suscitado tras ciertas y antojadizas interpretaciones de unos todavía poco conocidos indígenas mesoamericanos. Pero, si luego nos preguntamos por las motivaciones que un puñado de profesionales exitosos, sobre quienes se puede pensar cualquier cosa excepto su pertenencia a una banda de fanáticos religiosos y no sólo por el anacronismo que representan tales movimientos -sobre los que personas con estudios superiores además debieran no sólo simplemente saber, sino también dominar-, que finalmente caigan en la horrenda acción de efectuar un sacrificio infantil, entonces la respuesta, al menos para los que no se encuentran familiarizados con el proceder de estas organizaciones, resulta más difícil de hallar.

Un ciudadano común y corriente suele tener la convicción de que los graduados universitarios son los individuos menos propensos que existen a formar sectas y mucho menos destructivas. Dicha asociación se produce, a la vez, y de manera inconsciente, porque se cree que los licenciados han superado la etapa religiosa, en el sentido que el progresismo decimonónico le quiso otorgar a esos términos. Y cuando se trata de personas vinculadas a las artes o las ciencias, el ligamiento que se efectúa es bastante mayor. Sin embargo, es menester recalcar que en todos estos casos, se toman como referencia los credos occidentales más tradicionales o reconocidos, como el cristianismo en sus variantes más masivas, el judaísmo o el islam. En efecto, entre los más "preparados" se suele observar a estas demostraciones de fe -que coinciden en el aspecto de que cuentan con una organización e institución bien establecidas y fáciles de identificar-, no quizá con rechazo, aunque sí con una determinada distancia y una mirada relativa. No obstante, es en estos mismos círculos en los cuales, como contrapartida, ha comenzado a proliferar el interés por alternativas exóticas, conducta que se ha visto fortalecida por el más amplio acceso a la información que se ha suscitado en los tiempos más recientes (y del que por su sola naturaleza, quienes han cursado estudios especializados deberían situarse a la vanguardia). Luego, justamente la rapidez con la cual cualquiera se puede enterar de los acontecimientos ha permitido que estas mezcolanzas se divulguen al resto de la población, derivando en un proselitismo muy similar al de la predicación. Todo, en un paquete heterogéneo que incluye religiones orientales igualmente establecidas en esas zonas del mundo que sus pares occidentales, pero también rescate de antiguas costumbres paganas, étnicas o indígenas (características que por cierto facilitaron la puesta de atención en la famosa teoría maya, principal excusa de estos sectarios para llevar adelante su holocausto humano)

Lo que ha movido a estos grupúsculos es aquella imperiosa e inexplicable -permanece ahí pese a los incontables avances de la ciencia y el conocimiento- necesidad humana de creer, en especial cuando se trata de cuestiones de índole trascendental. La tendencia hacia lo secular que experimentó la población occidental a partir de la Segunda Guerra Mundial afectó a las religiones consagradas y mayoritarias de esa parte del globo, pero no condujo al abandono de la fe en favor de la plena razón empírica, que era el camino lógico que suponían los progresistas del siglo XIX. En cambio, y en especial a partir de la década de 1960, el ambiente de rebeldía y desapego libertario a las tradiciones que identificó esa época significó el desentierro de antiguas y olvidadas creencias, muchas de las cuales incluían elementos que para una cultura cimentada en los derechos humanos -que también se tornaron masivos en los años de la "revolución de las flores"- resultaban aberrantes, como los sacrificios de personas. De hecho, estos sectarios que mataron al bebé, mezclaban el consumo de ayahuasca con sexo ritual, prácticas de viejos cultos que fueron aniquiladas por el cristianismo no tanto por su grado de inmoralidad sino además porque los misioneros las consideraron propias de civilizaciones atrasadas. Ahora, estos grupos las pretenden resucitar, so pretexto de que los seguidores de Jesús al censurarlas se descubrieron como unos trogloditas que prohibían todo lo que no comprendían -acudiendo, en varias ocasiones, a formas violentas de control- en un juego del gato y el ratón que en escasos minutos se torna del huevo y la gallina.

Es interesante oír a un antiguo miembro de esta secta que ahora se ha presentado ante los tribunales como testigo, narrar su breve, por el escaso tiempo que compartió con el grupo, experiencia junto a ellos. Resulta que ingresó atraído por el tipo de ritualidad que tenían, pero acabó separándose pues no satisfacía su inclinación personal, que era el agnosticismo. Ya es curioso que una persona con ese tipo de pensamiento se vaya a meter en un clan que muestra pretensiones religiosas. Pero la explicación puede estar en este prejuicio que ubica a los profesionales en un estado mayor en la relación entre razón y fe. Un convencionalismo alimentado por determinados ministros que fustigan a los universitarios tachándolos de incrédulos banales que enfrentan con soberbia los sistemas de creencias pues de entrada imaginan que son falsos. Si admitieran que algunos de esos vapuleados graduados y diplomados sí suelen expresar manifestaciones claras de fe, aún tratándose de las más extravagantes, podrían abordarlos de mejor manera.

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