miércoles, 4 de enero de 2012

A Merced de Los Turistas

Respecto del incendio que durante el cambio de año arrasó con al menos quince mil hectáreas en el parque nacional de Torres del Paine, cabría formularse unas cuantas preguntas. ¿Cómo es que en un lugar declarado patrimonio de la humanidad por la UNESCO, se permite que personas que desconocen por completo la geografía y la topografía del terreno, puedan acampar a sus anchas, sin la vigilancia de algún encargado? ¿Cómo alguien puede llegar a ser tan falto de criterio, que deja ingresar a individuos portando cocinillas u otros artefactos inflamables? ¿Dónde hay un supervisor con el valor suficiente, para al menos indicarle a un extranjero que es inaceptable incinerar papeles en un área repleta de bosque nativo, inmersa en un ecosistema frágil y vulnerable? Por cierto, son interrogantes que no deben ser abandonadas tras su formulación. Muy por el contrario, exigen la más urgente de las respuestas.

Aunque las comparaciones suelen resultar desagradables, de todas maneras no deja de ser provechoso y educativo comparar el descuido de las autoridades chilenas con lo que ocurre, por ejemplo, en las islas Galápagos. Allá, los visitantes pueden entrar al parque nacional sólo en grupos liderados y controlados por guías turísticos y están obligados a caminar durante todo el trayecto por un sendero previamente establecido y señalizado. Hasta ahí llega su intromisión en el recinto de las tortugas gigantes. De más está decir que quien siquiera intenta desviarse del mencionado sendero, en el acto es detenido y enviado de vuelta al continente. Así, por cierto, se procede en la inmensa mayoría de los santuarios naturales, independiente del país o del gobierno que los tenga a cargo. Chile es una de las escasas excepciones -e realidad desconozco si existen otras- donde individuos sin preparación alguna instalan tiendas en pleno hábitat de especies autóctonas y exclusivas. Y como casi siempre la permisividad acaba formando al salvaje, los confiados y confianzudos forasteros acaban aparcándose en sitios no autorizados (señalados como tales por un letrero que nunca se encuentra acompañado de un vigía que haga cumplir la orden), como el checo que hace unos años atrás comenzó el desastre al volcar de manera accidental, justamente, una cocinilla a gas.

Claro. Los mestizos ilusos y subdesarrollados creen que porque los visitantes son rubios de tez blanca, de contextura delgada y alta, además de provenir de países celosos con la emisión de dióxido de carbono -tanto dentro como fuera de sus territorios-, entonces se hallan bajo un aura de sabiduría y perfección. Por lo cual, con cobrar el boleto de ingreso -que para los extranjeros es algo más caro- ambas partes sienten que sus deudas con la naturaleza están saldadas. Las autoridades y el pueblo chileno en general no se percatan, o no quieren entender, que antes que nada estamos tratando con simples turistas, cuya única diferencia significativa con el resto de los mortales es que portan una fuerte suma de dinero. Pero estos tipos desconocen las condiciones climáticas, geográficas o ambientales del sitio al cual acuden, siendo motivados prácticamente sólo por la curiosidad exótica. Que se declaren ecologistas no significa mucho. Incluso, no me sorprendería si alguno declara que desea ir a las Torres del Paine porque las enormes rocas que le dan nombre al parque le recuerdan la segunda parte de la saga de Tolkien. Desorientados y viéndose de golpe con una libertad absoluta -la cual no encuentran cómo usar- es un asunto que se presta para negligencias y errores graves.

Hay que concederle la presunción de inocencia al israelí acusado de iniciar el incendio, y no sólo porque en una entrevista que concedió a una radio de su país haya declarado que lo incentivaron a inculparse mediante una combinación de amenazas y engaños (no sería el primer bochorno de esa clase que cometen nuestros tribunales de justicia). Pero la posibilidad de que se compruebe que el tipo quemó unos papeles higiénicos recién usados, nos habla del grupo de gente con el que estamos tratando. De seguro que algunos a nivel de autoridades han evaluado las restricciones citadas aquí, y no faltan quienes temen de que la aplicación de semejantes normas deriva en una merma en el flujo de turistas, con la consiguiente caída en las ganancias de las empresas del rubro, las cuales se verían obligadas a despedir trabajadores cuando no a cerrar. Si vemos la experiencia de Galápagos o cualquier otro santuario natural, de inmediato caeremos en la cuenta de que dichas medidas no han reducido el interés en esos lugares. Y si uno quiere hacerse el vivaracho aseverando que estos incidentes son ocasionales, que analice la cantidad de hectáreas quemadas y el extenso tiempo y los altos gastos pecuniarios que acarrea reponerlas. Si tiene algo de criterio, se dará la trompada contra su propia quijada.

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