miércoles, 27 de julio de 2011

Casa del Vino

Vaya que se deben tener las gónadas bien puestas para decirles que no a los sicólogos y siquiatras. Amy Winehouse lo hizo tres veces, y pagó con su vida tal atrevimiento. Ya no son los sacerdotes ni los agentes policiales de las dictaduras los que asustan. Sino estos personajes, que han tomado el relevo de la represión en un mundo que se vanagloria de ser más "objetivo" y "científico". Si aún no están convencidos, observen la manera cómo se expresan de la músico británica en cuanto programa de televisión son invitados a espetar sus nocivas diatribas -después de negociar una suculenta suma de dinero, eso sí-: olvidan su talento artístico y en cambio se deshacen calificándola como un mal ejemplo, con el propósito de que sólo quede la imagen de una drogadicta y alcohólica que sólo pudo emerger de una farándula vacía. A la cual, por cierto, ellos también pertenecen.

Ignoro si la Winehouse ya era auto destructiva antes de conocer la fama. Algunos medios de comunicación aseveran que escaló en las adicciones a instancias de su ex esposo, con quien mantuvo una turbulenta relación amorosa; y el cual hoy se encuentra encarcelado por participar en una riña. Pero hubo un aspecto en su personalidad que irritó a vastos sectores, incluyendo a algunos representantes del espectáculo, que pretenden formar parte de una sociedad modelo: el que declarara en innumerables ocasiones que no tenía intenciones de rehabilitarse ni de abandonar sus supuestos vicios, simplemente porque no los veía así, sino más bien como una opción. Entonces, quienes no soportaron esa decisión, expresada, al contrario de lo que ellos creían y esperaban, con total conciencia y lucidez, recurrieron al manido salvavidas de la moralina.  No a la religiosa, porque eso les significaba ser acusados de inquisidores medievales, fundamentalistas  y estúpidos. Sino a una sobre la que en las últimas décadas se ha producido un consenso, como es la sicología. En conclusión, no estábamos en presencia de una casquivana disipada que gustaba de beber los jugos del diablo, sino de una persona enferma que usaba las adicciones para evadir el trauma que le había provocado su horrible experiencia marital.

Así, estos personajes se dedicaron a reventar la vida de la Winehouse mucho más de lo que podrían haberlo hecho las sustancias que ella fumaba o se inyectaba. Gracias a esta insistencia, la músico británica fue conocida en el resto del mundo más por sus excesos que por su arte. Y lo peor es que no la dejan tranquila ni siquiera en su tumba. Muy por el contrario, están obsesionados por la leyenda que se pueda generar en torno a su fallecimiento. Un crecimiento de su figura cuya rebeldía los tiene como el blanco principal, ante lo cual reaccionan con la virulencia del caso. Por lo mismo, insisten en que Amy deba ser vista como el prototipo de lo que no se debe hacer, independiente de su calidad vocal o musical. Coyuntura donde el morbo propio de una situación como ésta favorece a los terapeutas, que han sabido explotar ese filón. Bueno: todos los dictadores y gobernantes irresponsables obran así, ya que es una forma de populismo. Incluso los mandatarios catalogados de convencionales se valen de esta arma cuando se acercan los comicios y buscan una reelección.

Amy Winehouse es una más en ese club de bonitos cadáveres donde ya están James Dean, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Jim Morrison o Kurt Cobain. El problema es que quizá, ella sea menos reconocida que los demás componentes de tal cofradía. No porque su talento comparado sea menor o porque los recién nombrados le antecedieron. Sino por el empeño que los sicólogos le ponen en humillar su imagen cada vez que tienen la oportunidad. En épocas anteriores estaban las organizaciones religiosas, pero los artistas lucharon contra tales instituciones hasta que consiguieron desplazarlas de su inmerecido sitial. Sin embargo, parece que nadie se atreve a desafiar a los practicantes de esa seudociencia creada por Sigmund Freud, pues existe un acuerdo universal, firmado entre otros por los mismos que en el pasado se dedicaron a derribar sacerdotes, que los ha instalado en el podio, a fin de que éste no permanezca vacío y así quedemos a la deriva, sin un orden que proteja a las clases dominantes. Hace falta una nueva revolución y un nuevo movimiento anticlerical, ahora contra quienes se atribuyen el pomposo título de "templos del saber", y aseguran que la fe es una neurosis que impide acceder a la auténtica verdad: la de la sicología, precisamente.

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