miércoles, 8 de diciembre de 2010

Morir Antes de Ser Libre

La muerte de ochenta y tres reos en un incendio en la sobrepoblada y hacinada cárcel de San Miguel, más allá de la conmoción que puede provocar en la opinión pública, no es sino la muestra más extrema, pero por lo mismo más nítida, de la política penitenciaria chilena. Ésa donde lo único que puede salvar a la nación es encerrar a todo aquel que tenga cara, ideas o condición social de sospechoso: en resumidas cuentas, el que es pobre, viste de una manera informal o expresa de tarde en tarde su descontento con el sistema social y económico imperante. Emergencia mesiánica que se ha traducido en la promulgación de absurdas leyes punitivas en las últimas dos décadas de democracia, y especialmente a partir del año 2000, como la persecución al pequeño narcotráfico -que casi siempre no pasa de ser un insignificante consumo de drogas-, a la venta de discos piratas o a quienes manipulan fuegos artificiales. Que, hasta cierto punto, vienen a remplazar a los apremios contra disidentes en la época de la dictadura militar, además de determinados resabios que siguieron bastante más allá de su finalización, como la detención por sospecha. Incluso, ciertos atributos que las policían han venido adquiriendo con el tiempo, pueden compararse a los secuestros y reclusiones sin juicio llevadas a cabo por agentes de la tiranía.

Fuera de que también ha develado, de una manera trágica pero previsible, la orientación clasista que conduce al aparato judicial y penal chileno, incluso en la situación interna de los presos. Pues la cárcel siniestrada -que el mismo presidente calificó como inhumana-, y en particular el pabellón donde acaeció la catástrofe, estaba ocupado por reos de baja peligrosidad o que habían sido atrapados por primera vez, quienes vivían amontonados en un espacio muy reducido, propensos a generar incidentes violentos -riñas, motines- por disputar unos cuantos metros, lo cual siempre acaba en situaciones delicadas como la que se sucedió ahora. Es decir no eran de esos criminales que cometen delitos "de alta connotación social" como homicidios, violaciones o asaltos agresivos a viviendas particulares. En cambio, habían infringido alguna de las inefables prohibiciones descritas en el párrafo anterior, o se habían visto envueltos en quebrantamientos de poca monta que -en base a la tendencia al encierro imperante- en el último tiempo empezaron a ser sancionados con mayor celo. Y que por ende no necesitaban medidas adicionales de seguridad, como permanecer retenido en una celda más amplia y con un número más alto de guardias a fin de evitar la fuga o el suicidio, pero que en casos de emergencia son muy útiles para preservar la integridad física del custodiado. De hecho, a los malhechores tildados de sicópatas, asesinos múltiples o desquiciados sexuales, por esos mismos ítemes, a veces se les reserva un piso entero en algún reciento, aumentando el hacinamiento y el descontento entre los demás habitantes.

Entonces, de cierta manera y en clave negativa, los delincuentes más infames pasan a ser los más importantes cuando caen a prisión, ocasionando la paradoja de que se transforman en una joya que requiere más cuidado, mientras sus compañeros que son simples monreros o vendedores de material fonográfico falsificado, por pertenecer al montón y no destacar en la prensa -en este caso en la crónica roja- son en un sentido menospreciados y apenas se les otorgan los servicios elementales. Ante la ausencia de fortuna pecuniaria, la fama se transforma en un factor que llama la atención. Y en un lugar donde aparecer en televisión puede significar la línea entre la eterna miseria y una gloria que puede extenderse más allá de los quince minutos, los peores criminales pueden valerse de la condena social y revertirla como un triunfo mediático. Hasta en el más repugnante de los desprecios cabe un toque de diferenciación si uno se desenvuelve en un país donde el éxito y la competencia inmisericorde -que motivan la delincuencia- son antecedentes que sirven incluso para catalogar a
una persona de buena o mala. En consecuencia, estos casos causan una admiración en forma inversa. También entre sus custodios, que los vigilan con especial celeridad.

No sólo el pobre o el débil es la víctima más frecuente del armatoste judicial. Pues éste, si ha sido atrapado en sus redes, tiende a sufrir una doble discriminación tratándose de un reo de poca monta. Tal vez, lo acontecido en San Miguel revierta la situación y provoque una conmiseración entre la sociedad y aquellos a quienes odia. Aunque eso se vislumbra difícil, pues no pocos han aseverado que lo padecido por estos reclusos es un justo castigo. Además de que las autoridades ya han prometido construir mejores cárceles, lo que debe leerse por "más", ya que pese a los anuncios, nunca se cierran los agujeros que se supone ya están remplazados. Si le han puesto énfasis en la rehabilitación, bueno sería que creasen colonias penales de trabajo, en sectores medianamente apartadas de la cordillera o el litoral. Son más baratas y a la larga generan ganancias, pues los internos están produciendo. Pero como este gobierno insiste hasta el cansancio con la fortaleza como dote de mando, parece muy difícil que tome una iniciativa que en la mentalidad de sus funcionarios es sinónimo de cobardía.

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