jueves, 4 de noviembre de 2010

Brasil Después de Lula

Tenían que haberse suscitado una serie de acontecimientos incomprensibles e inverosímiles para que Dilma Rouseff, la delfín de Luiz Inacio Lula Da Silva, no ganara los comicios celebrados hace unos días en Brasil. Y no se trata de explicar ese triunfo sólo en base a la intensa intromisión que el actual presidente del gigante sudamericano tuvo durante la campaña electoral (lo cual se agradece, si el poder queda en manos de una de las principales colaboradoras de su buen gobierno), ni a sus gestiones diplomáticas ante organismos internacionales que les están permitiendo hoy por hoy a los brasileños ufanarse de ser sede de las próximas versiones de los Juegos Olímpicos o del Campeonato Mundial de Fútbol. Muy por el contrario, la posibilidad de legarle a una correligionaria el poder se halla sustentada en un sinnúmero de políticas populares relacionadas con la justicia social, donde radican las virtudes del mandatario, pero también sus defectos, que a la postre fueron los puntos negativos de sus dos legislaturas. Todo un cúmulo de circunstancias que merecen ser analizadas con cierto detalle.

Primero, cabe señalar que la administración de Lula no difirió de cualquier socialdemocracia ordinaria, de ésas que los europeos nos tenían acostumbrados antes de que la recesión y la consecuente aparición de grupos xenófobos, sumado a su propia incapacidad de renovación y de adaptación, arrastrara a esos partidos al despeñadero. Sin embargo, Brasil es un país famoso, además del carnaval de Río y el libertinaje asociado a su condición de fiesta tropical, por su ancestral mala distribución del ingreso y sus morbosos bolsones de pobreza, de los cuales las favelas sólo constituyen una parte. La ayuda social del Estado siempre ha brillado por su ausencia, y la presencia más palpable de las entidades públicas en el entorno ciudadano siempre ha sido, incluso en la actualidad, la exagerada violencia con que los policías controlan el delito común. Eso sin contar los índices de corrupción entre las autoridades, especialmente graves en las zonas más aisladas o depauperadas. Por ello, un presidente que comenzó a entregar subsidios importantes entre los más desposeídos, que para el resto de la población importaban un carajo, y que para colmo los más acaudalados y hasta algunos antecesores veían como potenciales peligros a los que había que cortar de raíz (recuérdese los infames "escuadrones de la muerte"), fue a poco andar recibido como un héroe entre esas clases que no lo olvidemos, eran la mayoría en una nación de muchísimos habitantes. Un esfuerzo que no se tradujo en regalar sin más, pues las estadísticas confirman que en la última década Brasil ha reducido de manera considerable sus niveles de pobreza, algo que también ha sido determinante en la conservación de un sostenido crecimiento económico.

Sin embargo no todo es miel sobre hojuelas. La reciente crisis financiera demostró que el país, aunque es capaz de recuperarse en un plazo más o menos corto, empero se torna muy vulnerable a los vaivenes internacionales. Tampoco pudo frenar del todo la corrupción, al punto que miembros del propio partido de Lula en un momento se vieron involucrados en escándalos; aunque es preciso acotar, menores en comparación con lo sucedido en otras legislaturas, toda vez aquí los desfalcos fueron agrandados por un prensa malintencionada e interesada. Pero quizá si el punto donde el gobernante brasileño quedó con más débitos, fue justamente en la mencionada situación de la delincuencia y la manera de controlarla. No porque se haya suavizado la represión, algo que efectivamente ocurrió durante este mandato y que en base a los antecedentes sobre la policía descritos en el anterior párrafo, era deseable que aconteciera. El problema radica en que la violencia desmedida de los organismos oficiales no cesó del todo, y eso queda demostrado en películas como "Tropa de Élite". Aún los agentes penetran armados hasta los dientes a una barriada como si se tratase de una situación de guerra, disparando a ciegas a lo que se cruce por delante, con el pretexto de apresar a criminales o narcotraficantes que, si bien suelen esconderse en esos lugares, en determinados eventos amedrentan a los vecinos para que los protejan, pagando éstos finalmente los platos rotos. Y la agresividad de las instancias policiales ha llegado a tal extremo, que los cacos se sintieron motivados a formar una asociación, el Primer Comando de la Capital, de estructura muy similar a los movimientos guerrilleros o terroristas. Que un grupo de bandidos, personas que actúan siempre a título personal, que no responden a un paradigma idealista y que sólo se preocupan de sí mismos, conformen una agrupación para defender sus inquietudes comunes, revela un fracaso demasiado profundo, al menos en un aspecto puntual, de la sociedad y de quienes la dirigen.

Brasil es el país más grande de América Latina y Lula demostró que un partido de izquierda era capaz de gobernarlo y dejarlo mejor de como lo recibió. Supo sacarle provecho al gigante territorial que es, dándole una posición de prestigio que hizo que no se lo conociera sólo por el fútbol o el relajamiento sexual. Fue la revancha del obrero que empezó ajustando tornillos. Pero en fin: de grandes líderes de derecha o del Primer Mundo -Bush, Sarkozy, Berlusconi- se han destacado sus principales y a veces ridículos defectos -ignorancia, incapacidad para elaborar un discurso coherente, errores propios de un sabelotodo engreído- como una muestra de que se trata de gente común y corriente. Aunque a renglón seguido se recalca que estudiaron en Oxford o en Harvard. Desde luego: si eran comunes y silvestres hijitos de papá cuya familia tenía los recursos suficientes no sólo para pagar las diversiones del niño, sino enseguida para sobornar a los maestros de aquellas casas de estudios que siempre acababan aprobando a sujetos que no tenían empacho alguno en confesar que eran tan buenos juerguistas como pésimos estudiantes.

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