miércoles, 27 de octubre de 2010

Varguitas y su Nobel Bajo el Brazo

Nada hay que discutir respecto de la más reciente decisión de la Academia Sueca, que le otorgó el Nobel de Literatura a Mario Vargas Llosa. No se trata de hacerse eco de los festejos de la "hermandad latinoamericana", ni de insistir en que la polémica mutación ideológica de este escritor -en un principio, izquierdista radical como casi todos sus compañeros del llamado "boom literario" surgido además en el marco de la década de 1960, la revolución cubana y los movimientos guerrilleros subsecuentes; y a partir de finales del siglo pasado, presentando como subterfugio una decepción por el supuesto cariz autoritario y anacrónico que iban adquiriendo los ejecutores de estos paradigmas, vertido hacia la derecha y el conservadurismo, con la inclusión de ácidas y en ciertos casos descalificadoras e injustas críticas hacia sus ahora renegados amigos- no empaña para nada la buena calidad media de su obra. Es sencillo: las características de este galardón lo hacían merecedor de él, siendo todas las anécdotas que rodean a este autor, harina para otro debate, que de cualquier manera no deja de ser menos interesante ni de tener aristas que se pueden catalogar de dignas de intelectuales.

Antes de su "conversión", Vargas Llosa ya se había creado una fama de controvertido, con la publicación de una novela "La Tía Julia y el Escribidor", de carácter autobiográfico donde retrataba su primer matrimonio con una mujer varios años mayor que él, hecho que por sí sólo provocó escándalo en la sociedad peruana (nota aparte: tiempo después el literato abandonó a esta esposa entre gallos y medianoche y sin dejar explicación alguna, por una chica de veinte años, lo cual impulsó a la Tía a escribir "Lo Que Varguitas No Dijo", texto tras el cual nuestro redactor se ganó el despectivo apodo que, entre otras menudencias, adorna el título de este artículo); además de un par de obras que sentaban en la picota a los militares de su país: "La Ciudad y los Perros" y "Pantaleón y las Visitadoras". De ahí a formar parte del círculo de artistas que aplaudieron a rabiar la gesta de Fidel Castro y la serie de idealistas que inspirados por el líder caribeño empezaron a pulular por el resto de América Latina, sólo faltaba un paso. Y siempre apareció como uno más hasta que en 1989 se presentó como candidato presidencial de diversas organizaciones de la derecha peruana, con un discurso donde atacaba a sus otrora admirados caudillos izquierdistas -entre los que se contaba Salvador Allende-, reivindicaba el papel de Estados Unidos en el subocontinente y sentenciaba que la búsqueda de una sociedad justa e igualitaria era no una utopía, sino una descarada mentira de parte de sujetos interesados. De allí en adelante -y al parecer irritado por la derrota electoral que finalmente sufrió- comenzó a escupir sobre cuanto nuevo proyecto socialista o socialdemócrata se planease, advirtiendo, con la "experiencia" de alguien que conoce la maquinaria por dentro, sobre los peligros que estas ideas representaban. Del mismo modo que un delincuente deviene en predicador tras salir de la cárcel.

Para entonces, Vargas ya tenía un prestigio ganado, gracias a la calidad de sus relatos. Aunque continuó escribiendo, sus nuevas publicaciones empezaron a mostrar signos de agotamiento, y sólo confirmaron el excelente nivel de sus obras más conocidas. Son dichas obras las que le han puesto en los mejores sitiales de la literatura universal y que lo mantenían a la expectativa del Nobel. Es decir, los textos creados al calor de su ahora execrable pecado de juventud, como es el apoyo a las revoluciones guerrilleras. Un asunto que reviste especial curiosidad. Pues los sectores conservadores de América Latina, enemigos de los movimientos izquierdistas en todos sus formatos posibles, y en cuyo seno se cuentan miembros de las atroces dictaduras militares de las décadas de 1970 y 1980, han inflado su pecho con la llegada a sus filas de un autor con tal grado de brillantez, quien además ha demostrado que sus rivales políticos no eran tan maravillosos como se anunciaba. Sin embargo, la condición de artista e intelectual de renombre a Vargas Llosa le es concedida en razón a un contexto social, temporal e ideológico diametralmente diferente, incluso opuesto. No cabe duda que sus actuales camaradas están enorgullecidos por los trabajos de la primera época de este narrador, mientras que los segundos, al igual que ocurre con el resto de la gente, apenas los mencionan. Y como un tratado escrito no puede tornarse un tránsfuga (a menos que un falsificador modifique algunas líneas; pero entonces sería otro texto, simplemente plagiado del anterior), a éstos no se los puede dejar de considerar en su adecuada medida.

Muchos han aseverado que existía una tirria hacia Vargas Llosa de parte de la a veces inefable Academia Sueca, un país marcado por los gobiernos de izquierda y el Estado de bienestar. El anuncio promulgado hace unos días ha desmentido tales conjeturas. Eso, sin contar que Suecia desde hace unos años es gobernado por la derecha política, y hace un buen rato que sus votantes y ciudadanos, poniéndose a tono con lo que sucede hoy en Europa, remplazaron la socialdemocracia por la xenofobia. Pero además, cabe recordar que el galardón suele recaer en autores que se muestran disidentes con un gran proyecto histórico común cuando éste empieza a ser denostado desde las grandes potencias. Así, hemos visto cómo ignotos escritores egipcios, chinos o iraníes han recibido el reconocimiento en los últimos quinquenios, postergando a los latinoamericanos desde que Octavio Paz fuera laureado en 1990. Ahora, era conveniente enmendar los errores del pasado, como el mismo Varguitas lo hizo en su momento. Y destacar a un violento detractor del socialismo a veinte años del desplome del muro de Berlín y cuando el primer mundo se dirige en picada contra Cuba y la RPD Corea.

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