Pero en fin. Ecuador es otro país latinoamericano y por ende, terreno hostil para un presidente con afanes reformistas en el terreno de la pobreza y la injusticia social: una disposición que, de manera irremediable, siempre apuntará hacia las clases más pudientes. Y de la misma manera que sucede con todos sus vecinos, tiene sus peculiaridades políticas, sociales, económicas e históricas que, empero, terminan dirigiéndose al mismo punto de encuentro. En el caso que nos atañe, nos encontramos con un territorio pequeño donde cohabitan dos grandes ciudades que superan el millón de habitantes. Por un lado, Quito, la capital, incaica, de construcciones ancestrales que forman parte del patrimonio de la humanidad, con un alto número de población indígena y sita en un altiplano de lluvia permanente. En contraste, Guayaquil, fundada por los españoles, costeña, principal puerto, llena de rascacielos modernos -aunque también sobresalen muchas edificaciones antiguas-, y con un mayor número de habitantes tanto permanentes como flotantes. Mientras ésta representa la "apertura al mundo" en términos de comercio internacional, arribo de acaudalados capitales extranjeros y transacciones cuantiosas, aquélla es la depositaria del acerbo cultural más profundo, de la población indígena siempre humillada y marginada. No es de extrañar entonces, que Quito siempre sea la cuna de importantes movimientos sociales, mientras que Guayaquil sea el centro de negocios de los más adinerados, toda vez que en la zona del litoral abundan los mestizos, que suelen avergonzarse de los antepasados aborígenes y luego considerarse blancos, a modo de obtener un precario empleo. En América Latina se tiende, casi por una cuestión de idiosincrasia, a la centralización, que casi siempre se representa en una ciudad capital densamente poblada en contraste con un interior con baja demografía. Las excepciones son fáciles de distinguir, pues se trata de naciones fragmentadas donde el Estado incluso no controla la totalidad del territorio, como sucede en Colombia -donde existen cinco urbes más populosas antes que Bogotá-, Brasil -en que Sao Paulo o Rio son capaces de tomar decisiones que contradicen lo estipulado por la administración central- o el mismo Ecuador, donde aparte de todo, Guayaquil encabezó un Estado independiente que fue anexado a la fuerza a una entidad creada por iniciativa externa, similar al caso de Bolivia. Más aún, los dos nombres tienen bastante que decir: uno, derivado del apellido de su mentor; el otro, de una referencia geográfica de origen europeo.
A estos antecedentes históricos, por supuesto que hay que agregar los hechos recientes. Esos que reiteran que, desde 1994, ningún gobierno ecuatoriano ha podido concluir su periodo constitucional, pues el respectivo jefe de Estado se ha visto forzado, si no a renunciar, a huir luego de que el Congreso o la Corte Suprema decidiera su incapacidad para continuar dirigiendo el país. Ciertos analistas apuntan a la situación puntual de que esta vez el ejército, a diferencia de casos anteriores, no apoyó el levantamiento, para justificar esta inusual excepción a la regla. Pero cabe considerar, que en esos episodios, la caída del mandamás se produjo tras una prolongada manifestación social cuyo clamor se hacía insostenible, mientras que ahora se buscaba un derrocamiento a través de una tropa de insurgentes armados. No había una base popular en lo acometido por los policías, lo que mantuvo a los militares en los cuarteles, al contrario de los incidentes anteriores, donde en realidad se plegaron a último momento, motivados por esa monserga que los califica como "garantes del orden institucional" (que curiosamente, atendiendo a sus preceptos más estrictos, siempre quebrantaron; tal vez por el afán de aparecer del lado de la ciudadanía). La conclusión que uno puede extraer, es que los hombres de armas de Ecuador han sido astutos y asertivos en sus determinaciones. Sin embargo, al examinar su grado de acatamiento a la estructura constitucional, y la protección que le brindaron, sólo puede decirse que su actuación, en todas las crisis mencionadas, fue ambigua.
Por ende, sólo cabe reiterar lo expresado en el inicio de este artículo. Ya que éste fue al final un triunfo del pueblo ecuatoriano, que se enfrentó a una montonera de guardias que tenían la bala pasada, y acabó siendo el principal responsable de que las cosas se mantuvieran en regla. Esto significa, además, que cuentan con la capacidad para defender a un buen presidente, del mismo modo que la tuvieron para despedir a gobernantes que resultaron mediocres e inconvenientes. Al menos, queda la esperanza de que en América Latina realmente algunos pueblos hacen su historia, acallando con su marcha las balas, y pisando las plantaciones de plátanos.
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