miércoles, 29 de septiembre de 2010

La Teórica Autonomía Judicial

Uno de los argumentos que se esgrimen con el fin de exculpar al gobierno de Michelle Bachelet por sus nefastas decisiones en el marco del conflicto mapuche, es que la aplicación de la ley anti terrorista, así como la imposición de sanciones exageradas para quienes cometen simples faltas o delitos que en otras circunstancias jamás habrían terminado con sus responsables en la cárcel, son atribuciones que le corresponden al poder judicial, representado por los funcionarios que fallan de acuerdo a la normativa vigente. Adicionalmente, los defensores de esta tesis -y de paso de la oblonga ex presidente- insisten en la autonomía de este poder del Estado, asunto que se encuentra garantizado por la Constitución y que además constituye una pieza esencial en la consolidación de la democracia y la probidad política. Los magistrados, por su parte, suelen ir mucho más allá y hablan de independencia, queriendo recalcar así que, salvo las disposiciones descritas en el cuerpo legal, no están obligados a responder ni siquiera al primer mandatario.

Nadie aquí va a cuestionar aquel marco teórico que efectivamente es un componente fundamental en el desarrollo del Estado de derecho. No obstante, resulta interesante preguntarse hasta qué punto las personas más reconocibles y en particular los mismos jueces son capaces de llevar este precepto a la práctica. Pues todos sabemos que en un país pequeño, provinciano y bananero como lo es Chile, basta que un sujeto con el suficiente poder político, económico o incluso religioso, vaya y golpee la mesa de trabajo de un magistrado para que éste emplee el aparato legal de la manera como se lo exigen. Y con la evolución que ha experimentado la llamada Reforma Procesal Penal, dicho tráfico de influencias ha empeorado. En especial porque los fiscales, que por definición son parciales en la estructura de un juicio, han venido acumulando demasiadas atribuciones conforme se aprueba una nueva modificación, casi siempre motivadas por algún escándalo artificial relativo al cada vez más subjetivo temor a la delincuencia. Una lástima, pues en su propósito original, este sistema, donde un acusador se enfrentaba a un defensor, con la medición de un tercero que era el juez, aseguraba un equilibrio donde agresor y víctima recibían igual trato en tanto ciudadanos con idénticos derechos y resguardados por la presunción de inocencia. Sin embargo, en el último tiempo, la cantidad de inquisidores prepotentes, engreídos y abusadores, amparados en el blindaje que se les ha estado otorgando, y que se dan el lujo de inculpar a cualquiera a través de los medios de comunicación, aún cuando la investigación siquiera ha encontrado pruebas contundentes, ha terminado por desvirtuar una madeja que se tejió con las mejores intenciones.

Bajo tales condiciones, es que la administración Bachelet pudo cometer actos que dejaron en claro que la autonomía era una tesis tan hermosa como utópica, pero con escaso asidero en la realidad. El ejecutivo primero presentó las querellas por ley anti terrorista y cuando éstas se concretaron en forma de levantamiento de cargos, las apoyó. Para eso movió todo su aparato mediático y pecuniario, que tratándose de una parte del Estado no es poco. Entremedio no faltaron las reuniones en los despachos de las máximas autoridades del poder judicial, algo que se da en toda legislatura independiente del sector político al cual represente. También se hizo presente una adecuada campaña informativa que no trepidó en incluir acuerdos con sectores influyentes que acabaron persiguiendo los micrófonos con el afán de condenar a los enemigos de la nación, que en este caso eran los mapuches. A todo lo cual hay que añadir todavía los lazos de parentesco entre funcionarios judiciales y administrativos, situación que en un país latinoamericano y conservador como es Chile, donde existe una devoción morbosa por la familia, se convierte a la postre en un elemento decisivo a la hora de inclinar la balanza. Todos estos factores, unidos al hecho de que los procesamientos se han llevado adelante ya en la etapa de la mencionada Reforma Procesal Penal, y por ende, sus vías de investigación han sido determinadas por los fiscales, quienes además han empleado sus nuevas atribuciones para avasallar y no dejar oportunidad al juez y mucho menos a la contra parte (se han dado casos donde los teléfonos de los abogados defensores han sido intervenidos a sugerencia del fiscal). Una amalgama poco feliz que no asegura el debido proceso. Mejor dicho no permite la celebración de un juicio justo.

Chile es a la vez un país largo y pequeño donde todos se conocen. En esas circunstancias, el compadrazgo es una manera de conquistar posicionamiento social. El poder judicial es el tercero y último en la jerarquía pública y eso lo torna el hermano pobre. Fallar en favor de ciertos componentes informales, para algunos magistrados puede ser la línea divisoria entre el abismo y la consagración. En un ambiente donde los mapuches son considerados una horda terroristas, quien se da el arrojo de emitir una opinión disidente puede ser objeto de la reprimenda social, en este caso, representada por sus dirigentes más conspicuos, ya sea en el plano político, religioso o empresarial. En tal sentido, no olvidemos las características de los fiscales: jóvenes ambiciosos e impulsivos que ha notado que este oficio puede catapultarlos a la cima, siempre y cuando sigan las pautas no escritas pero previamente establecidas. Y quien tiene la tendencia a salivar cuando presiente que está sobre un yacimiento de oro, siempre tratará de silenciar a los obstáculos que intentan frenar sus propósitos, que en este caso serían los jueces y los abogados defensores. Una serie de circunstancias que tanto Bachelet como sus asesores conocían, y que explotaron a la perfección. Quizá, porque también anhelaban ingresar a ese círculo soñado donde sólo caben la gloria y la alta popularidad en las encuestas.

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