viernes, 12 de noviembre de 2010

El Toro Contra España

No han faltado quienes han llegado a justificar las inaceptables declaraciones de Joseph Ratzinger en su reciente visita a España. Valiéndose, para su defensa del papa, de argumentos rebuscados que intentan presentar como sesudos y convincentes. Y que, si los comparamos con incidentes anteriores protagonizados por esta clase de personajes, notamos que se trata de frases repetitivas que una vez despojadas de sus adornos, se caen por su propio peso antes de iniciar un debate. Pues, de nuevo se ha recurrido a eso de que en una democracia cualquiera tiene derecho a expresar lo que piensa y siente, se trate del sumo pontífice o del más anónimo de los ciudadanos. Y que son precisamente los grupos más anticlericales y los autodenominados progresistas, quienes han insistido en este punto. Curiosamente, los mismos que censuran a Benedicto XVI porque expone los puntos de vista retrógradas e intolerantes que ha sostenido la iglesia católica desde su fundación, pero que deben ser escuchados en un marco de respeto mutuo por aquellos que no comparten tales opiniones.

Esta auténtica falacia no toma en cuenta un factor muy esencial. Ratzinger es el máximo representante de un institución, como es la iglesia católica, bastante fuerte y poderosa en términos políticos, históricos, sociales, económicos y culturales. Que además tiene un Estado propio, el Vaticano, del cual el mismo papa es su gobernante, por lo que su arribo a cualquier otro país le otorga a su visita un carácter diplomático con todas las características de inmunidad que ello conlleva. Por ende cuenta con una posición privilegiada para lanzar sus diatribas, un pedestal del que al menos en tiempos de paz nadie lo va a defenestrar. Nadie se lo va a llevar detenido por alguna declaración poco escrupulosa o violentamente reaccionaria. Y en tales condiciones, no es difícil hacerse el valiente insultando a los homosexuales o alegando que "España, otrora bastión del catolicismo más ferviente, está viviendo una peligrosa ola de laicismo y de anticlericalismo" culpando de paso a una administración socialdemócrata prácticamente de crímenes contra la humanidad (o de pecados imperdonables, que en la parafernalia retorcida y falsamente teológica de sacerdotes y obispos, vienen a ser sinónimos). Legisladores que además fueron elegidos en elecciones democráticas, valga la redundancia. Tampoco es complicado, no llamar, sino exigir la vuelta a un romanismo tradicional, que en términos prácticos significa el retorno a una moralina mojigata y solventada en base a simples prejuicios aparte del exterminio de quienes osan desafiarla o rechazarla. Una situación que se dio en las épocas donde los curas dominaban las leyes civiles a través del miedo y la inquisición, y que eran todo menos instancias libres y democráticas.

Resulta incomprensible la actitud agresiva de quienes se horrorizan porque cientos de parejas homosexuales se besaron al paso de la comitiva papal, en protesta precisamente por las declaraciones de Ratzinger en contra de la aprobación de vínculos legales entre personas de tendencia gay, o más aún, en abierta reprobación de la existencia de tales ciudadanos. Estamos de acuerdo en que un conservador no tiene ningún motivo para inhibirse en sus críticas, tampoco un prelado católico desde luego. Pero si uno atiende al tono de los dichos de Benedicto XVI, notará de inmediato que su verborrea despliega un desmesurado sesgo de odio y violencia, el que tal vez esté matizado por tratarse de un anciano ataviado en pesadas y caras ropas; pero que no puede abandonar la rabia y la impotencia de alguien que encabeza una organización que menos de un siglo antes podía condenar a muerte a quien no la secundara en sus propósitos, y que ahora está resignada a observar cómo sus enemigos se ríen frente a su marcha y la ridiculizan. Sujetos éstos, que no los mueve el deseo de la venganza o del combate físico, ni siquiera la confrontación verbal, sino la búsqueda de la felicidad de acuerdo a lo que eligieron ser. De hecho, el acontecimiento más grave que dañó la supremacía de la autoridad pontificia, fueron aquellas manifestaciones, en circunstancias de que los escupitajos de Ratzinger, aplaudidos por los obispos que le acompañaban, daban para arrojar algunos huevos y tomates.

La España que añora Ratzinger es ésa de la dictadura de Franco, con toda la carga de opresión que una tiranía implica. A eso, y a otros sucesos tristes en el pasado de la península, fue lo que retrotrajeron los discursos papales. Etapas oscuras donde no había libertad, la misma que ahora reclaman los defensores del catolicismo para poder reproducir esas palabras resentidas, donde se recalca que los autoritarios tiempos del ayer eran mejores. Es la actitud del papismo: atacar, valiéndose de las investiduras de sus representantes más visibles, a fin de causar temor en la población pero especialmente en las autoridades. Como en América Latina, donde en cada sínodo demuestran su preocupación por el avance sostenido de las iglesias evangélicas, sin mirar la viga en su propio ojo ni mucho menos presentar propuestas que solucionen el problema, incluso en el ámbito de la captación de almas. No se dan cuenta que sus conductas ya no convencen, pues sólo los asusta la pérdida paulatina y a cada instante más notoria de poder.

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