miércoles, 16 de septiembre de 2009

Clase Política o Casta Política

Desde los años 1990, en Chile se viene acuñando el concepto de la "clase política", en el sentido de un estrato social, con su propia posición de poder, algunas características que permiten distinguirla de sus pares, y un determinado nivel de ingresos económicos. Que en definitiva, son las maneras de evaluar a este tipo de grupos. En el resto del mundo, al parecer este término no conoce un equivalente, y como consecuencia, cuando lo empleamos para referirnos a la supuesta clase política de otro país, ellos piensan que hablamos de buenos modales o de refinamiento. Quizá, porque nadie concibe que un gobierno democrático, que es elegido por personas de múltiples caudales monetarios, bautice a quienes ostentan cargos públicos con un nombre que sería más propio de lugares donde existe la nobleza o que se rigen por monarquías absolutas.

Y es ahí donde descubrimos la primera anomalía de las muchas que presentan nuestros servidores públicos, vistos tanto en términos generales como cada individuo en particular. Y que han empujado al chileno medio a desatender los procesos electorales. Los políticos han creado su propio sector socio económico, o lo han intentado crear, valiéndose de una terminología establecida por los medios masivos de comunicación, diseñada a gusto de los dueños de estos últimos; pero que los mismos afectados, que al final también tienen ciertos intereses, no han tratado de corregir. Y esto en un país cuyos rasgos más visibles son la mala distribución del ingreso -que la clase de marras no padece- y la escasa, cuando no nula, movilidad social. Se legitiman, entonces, aquellas quejas que alegan falta de representatividad de parte de los políticos, una cuestión que se agrava todavía más si nos detenemos en aspectos más puntuales, como que los hijos de quienes ya han ganado comicios pueden heredar los cargos o en su defecto, postular a otro puesto dentro de la administración estatal. Un hecho muy propio de sitios donde se la da una exacerbada importancia a la familia y donde además muy pocos miembos de los sectores más desposeídos tienen siquiera la más mínima oportunidad de mejorar su situación.

Esto es, además, reforzado por esa peculiaridad del sistema electoral chileno, donde quien desee votar debe primero incluirse en un registro público, y de ahí para adelante, está obligado a participar en todos los comicios convocados por el Estado. En resumen, inscripción voluntaria con sufragio obligatorio, absolutamente al revés de todas las democracias del mundo. Esto hace que los votantes siempre sean los mismos, y por lo tanto, también sean susceptibles de ser heredados mediante una sucesión dinástica. Luego, nos enfrentamos a dos clases sociales, dentro de la inamovilidad que en ese aspecto caracteriza a Chile. Dos castas, definitivamente. El problema es que ésta, la de los electores, por motivos obvios cuenta con menos recursos monetarios que sus al fin y al cabo beneficiarios, y por ende se ve resignada a permanecer en el escalafón inmediatamente inferior. Es decir, tenemos una estructura que dentro de sí misma se presenta como un binomio de estamentos cerrados, donde, como en todos los países latinoamericanos, existe una suerte de pueblo y quienes lo dominan. Y el hijo del que elige terminará eligiendo, mientras el vástago del gobernante acabará siendo electo igual que su padre. Una versión a escala de las viejas oligarquías de terrateniente rurales que tanto daño le ha hecho al subcontinente, adaptada, además, a la mentalidad del siglo XXI.

El desencanto con la política, al menos en su estilo más conocido, es un fenómeno global y propio del actual periodo de la historia. En otras latitudes, casi siempre, porque los servidores públicos, al igual que en Chile, tienen ciertos intereses y han conformado un grupo humano y social donde sólo caben los pares, aunque dependan para conservar su posición, de sus respectivos votantes. Pero al menos, en el mundo desarrollado hay una garantía de plena movilidad, que de vez en cuando permite dar sospresas. Además, los electores cumplen múltiples funciones en el aparataje social y no están con las manos atadas como aquí -y la prueba de ello es, por ejemplo, los comicios españoles del 2004-. Nosotros, en cambio, parece que ya hemos aceptado ser las nanas o los jardineros de los más acomodados, a quienes continuamos alimentando, porque no hay otra alternativa y menos nos queda tiempo para organizarla.

No hay comentarios: