miércoles, 27 de mayo de 2009

Asesinatos Sobre Cuatro Ruedas

La muerte de cinco personas en una peligrosa carretera de la Región de O'Higgins, a manos de un camionero borracho que ya tenía antecedentes por los mismos delitos, ha reabierto el debate sobre lo permisivas que son las leyes de tránsito en Chile, en especial, con aquellos automovilistas que con su actitud causan decesos y lesionados graves. Muchos están al poco tiempo de nuevo frente a un volante, pues no se les suspende la licencia de conducir por un periodo prolongado de tiempo, menos van a la cárcel por sus fechorías: y este retorno con un dejo de gloria, los hace actuar con mayor confianza e impunidad que antes, produciéndose en estas personas el síndrome de la reinicidencia.

Las medidas punitivas que se han propuesto, me parecen, en cualquier caso, insuficientes y mal orientadas. Se propone aumentar las multas y bajar el nivel de tolerancia hacia quienes han bebido alcohol casi hasta el cero. Pero tales iniciativas, lo más probable, es que afecten a los conductores que no salen a la calle con la intención de cometer atrocidades. Mientras los otros, los que llevan en sus espaldas los homicidios, pasarán los controles porque comenzaron a correr en un camino donde no había carabineros cerca, o tienen la astucia o las influencias para evitarlos. Seguros, además, de que las consecuencias de su réproba acción no los meterán tras las rejas, pues el matar a alguien en medio de un accidente automovilístico en Chile se considera cuasidelito, no delito propiamente dicho. Sólo el bobo, finalmente, paga la infracción y debe entregar sus documentos a la policía por unas semanas; mas, el hábil que consiguió franquear esa línea, puede chocar o arrollar a quien se le ponga por delante: permanecerá una noche en un calabozo, al día siguiente asistirá a un comparendo y después para la casa. En estos casos, la normativa no considera la retención de licencia.

Aquí en Chile no existe la conciencia de que el automóvil puede ser una arma asesina en manos inescrupulosas. Tenemos ciudades con sistemas de transporte público caóticos e improvisados y un modelo económico que privilegia el uso del vehículo motorizado, en tanto necesidad práctica de trasladarse como muestra de prestigio social. El caso de Santiago es emblemático ya a nivel mundial: mientras se construyen imponentes autopistas de alta velocidad que dividen barrios y arrasan con áreas verdes, la flota de buses, bautizada con el edulcorado y a la vez cursi nombre de Transantiago, está muy malafamada debido a sus errores en el diseño y la planificación. Mientras el autito pueda demostrar que es capaz de superar la barrera del sonido, no hay ningún inconveniente; pero si le colocan obstáculos, entonces nos vemos obligados, ahora sí, a adoptar iniciativas represivas. Así ocurrió con los niños de buena familia cuando les empezaron a caer piedras desde las pasarelas: se votó una ley que castigaba hasta con veinte años de cárcel a quien cometiera el delito de "ataque a un automovilista", por cierto inexistente antes. Hoy, basta que alguien le toque la joyita a uno de estos infames para irse preso. Claro: sus sensibles oídos no pueden soportar las barbaridades que les grita un peatón que está debajo de las ruedas de su símbolo de estatus.

Mueren más personas cada año producto de estos delincuentes que por todos los demás hechos de sangre, con un instrumento que, además, da más facilidades para matar que un rifle o una metralleta. Es momento ya de darse cuenta que estamos en presencia de armas no convencionales que requieren de determinados controles para su acceso. Y no las carga el diablo ni las disparan los imbéciles -ni los deprimidos o los esquizofrénicos temporales, como algunos pretextan para salvarse de la justicia-; sino sujetos que tienen pleno conocimiento del potencial daño que pueden ocasionar y que se estimulan con dicha posibilidad. Estos criminales son un peligro para la sociedad y simplemente hay que encarcelarlos por un buen tiempo.

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