miércoles, 25 de marzo de 2009

Vampiros de Cátedra

Con la propuesta -hasta ahora, por fortuna, desechada- de meter en las aulas a profesionales no docentes a impartir clases, muchos académicos universitarios se están sobando las manos. Al parecer, su situación privilegiada es poco para el estándar de vida ostentoso que pretenden, y quieren una tajada aún más grande del dinero que el Estado entrega a la educación. Montos que ellos reciben gratis, pues bastan cinco minutos en una sala de cualquiera de nuestras "casas de estudios superiores" para darse cuenta de que, si uno desea realmente aprender y aprehender una profesión más allá del cartón testimonial que sólo va a recibir después de hipotecar hasta su alma, es mejor que busque información por su propia cuenta, y de preferencia no en la biblioteca de la propia universidad. Pues, y ya está de más decirlo, esos improvisados maestros están ahí porque jamás han ejercido su profesión ni se han atrevido a hacerlo, temerosos de que en el primer momento sea revelada su incompetencia. La inmensa mayoría lleva más de treinta años ahí, al punto que ya no se distingue la diferencia entre una facultad y un hospicio. Y se eternizan gracias a que, según ellos mismos, lucharon por los derechos humanos en los tiempos difíciles: aunque, a poco andar, uno descubre que tienen lazos consanguíneos con un antiguo rector, instalado por el mismo gobierno a quienes dicen haber combatido.

He leído las opiniones de estos académicos en diversas fuente, y son de un engreimiento completamente desconectado de la realidad. Aseveran que si ellos enseñan matemáticas, lenguaje, biología o cualquier asignatura, ya sea de los planes comunes u optativos, mejorará ostensiblemente la calidad de la educación. Me pregunto si serán capaces de soportar a niños y adolescentes que traen de la casa cualquier cosa excepto motivación para estudiar, y que a veces canalizan sus frustraciones, que no son pocas, en violencia dirigida hacia sus compañeros o el mismo profesor. Quisiera saber la respuesta que la van a dar a un apoderado cesante, que viene de un sector donde la pobreza, la marginalidad y la falta de oportunidades son parte de la cultura ambiente. Más aún: si van a pensar en ese alumno o en ese padre cada vez que salgan de sus bien constituidos hogares de clase media alta, donde los líos sociales se discuten distendida y displicentemente, con los colegas un fin de semana, entre tragos importados. Al parecer, ignoran que la rebeldía de los educandos con uniforme no se expresa de la misma forma en que lo hace la de los muchachones que entran a estudiar una carrera, que arreglan el mundo yendo a emborracharse a un balneario o una discoteca. Y es que por la atmósfera propia de las aulas universitarias, los participantes le van a llevar el amén al catedrático aunque éste permanezca dos horas hablando ininterrumpidamente y nadie retenga siquiera un mínimo de información. No mencionen el espacio para consultas o dudas, porque es un saludo a la bandera: las pocas veces que alguien levanta la mano, es para preguntar una cosa remotamente relacionada con el tema que se impartió, y más que nada, porque se necesita, con la intención de relajar el ambiente.

Ahora, los salvavidas universitarios, ante la provocación de un estudiante de educación básica o media, podrían reaccionar del mismo modo que lo hacen en sus refugios: con respuestas agresivas y actitudes matonescas cada vez que alguien cuestiona, con pruebas contundentes, su nivel de conocimientos. Al respecto, en mi condición de ex alumno de pedagogía, puedo dar testimonio de los insultos, las amenazas y hasta las agresiones físicas de que fuimos objeto por parte de los energúmenos de la Universidad Católica del Maule, el lupanar donde estudié, entre los que se pueden contar curas, individuos con doctorados y hasta un profesor extranjero. Sería interesante observar si, de presentarse una situación difícil en donde un académico resuelva de manera no pacífica, las autoridades invocarán su monserga del " niño con conflictos". Mi opinión es que probablemente respalden al sucedáneo de docente. Porque después de todo, ellos avalaron la idea de insertarlos en un campo que no les corresponde, y no pueden recular y recomenzar de cero, en un ámbito como la educación, que requiere una urgente inyección de calidad.

Si los docentes universitarios desean de verdad instruir a nuestros desorientados menores, existen muchas posibilidades de llevar a cabo su filantropía. Podrían, por ejemplo, coordiarse con alguna escuela y efectuar una charla o una clase magistral guiada por el profesor interno. Ciertas facultades podrían asociarse con colegios para este respecto. Los alumnos básicos o medios podrían asistir, de contrapartida, a la determinada universidad, y ahí interactuar con los académicos y los alumnos, incluso asistiendo a algunas clases. A la comunidad de educación superior le significaría mayor esfuerzo, que no gasto, aunque sí menor ganancia pecuniaria. También podría quedar al desnudo su mediocre calidad -al nivel y a veces por debajo de la educación primaria y secundaria, créanlo-. Pero a fin de cuentas, de eso se tratan el debate, el diálogo y el enfrentamiento de realidades, cuestiones que se prescriben, al menos teóricamente, en las aulas universitarias. No obstante, todos sabemos de qué manera actúa alguien acostumbrado al dinero fácil cuando atisba un fajo de billetes en el horizonte. Y la oportunidad de llevarse la olla de oro, para nuestros prostíbulos profesionalizantes, es única, con una ministro que fue rectora de uno de ellos, y que parece está dispuesta a engordar a exclusivo club.

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