lunes, 15 de diciembre de 2008

La Política del Encierro

Los recientes casos de errores judiciales, que le costaron un mes de cárcel a Patricia Reyes y siete a Claudio Soza, unidos a los varios incidentes similares que se han sabido durante el año, además de otros que, dada la importancia social del afectado, no se merecieron las primeras planas de un medio de comunicación; llaman la atención por una característica común: se trata de equivocaciones absurdas, propias de una mala investigación ( parodiando deliberadamente aquella manida afirmación de los policías que reza que " no existe el crimen perfecto"), derivada de la desidia de acusadores y defensores, que ante el exceso de trabajo o la poca dedicación a éste, optan por atender las causas más atractivas para la prensa, y anunciar con un dejo de satisfacción que el culpable está tras las rejas. Después de todo, si se cometió un yerro, pasarán meses antes de que se aclare, y el periódico o canal de televisión, no va a hacer tanta bulla como cuando se encarceló al inocente, pues a fin de cuentas, es cómplice de haberlo expuesto ante la opinión pública y de levantarle toda clase de calumnias.

Cabría preguntarse por qué ha proliferado tal cantidad de desaguisados, algunos ignominosos, en nuestro sistema judicial. La respuesta es simple, pero no guarda relación con una supuesta corrupción generalizada, ni con una tolerancia al cohecho. Al menos, no directamente. La explicación está en la mentalidad que los chilenos hemos adoptado durante los últimos veinte años, herencia tanto de sucesos que ocurrieron en la dictadura militar como de quienes, en las últimas décadas, han venido detentando el poder. En nuestro país existe una tendencia, antes que nada de carácter moral, pero inmediatamente después social, político e incluso cultural y económico, de que la mejor forma de salvar el pellejo es vivir permanentemente encerrado, con miedo y provisto hasta el cuello con medidas de seguridad. Así, por ejemplo, fundaciones anti delincuencia y empresas de vigilancia nos han convencido que el mundo ideal es ése donde las cercas son más altas que el techo de las casas, las alarmas poseen sensores de rayo láser y las puertas de acceso cuentan con tres chapas, que para abrirlas, es necesario recordar combinaciones de caja fuerte. Pero ésta es sólo una parte del complejo: la jornada escolar completa, por señalar otro caso, fue diseñada no con el propósito de que los escolares aprendiesen más, aunque así lo indicara la propaganda informativa, sino con la idea de que los adolescentes se quedaran el mayor tiempo posible dentro de los colegios y de ese modo calmar a quienes le temían a la violencia juvenil. Y finalmente, quién no ha solicitado que tal o cual pilluelo sea secado en la cárcel ( hasta el termocéfalo Francisco Vidal lo exigió, cuando dos despistados carabineros fueron asesinados en un robo menor): bueno, me parece que muchos sentimos alivio cuando se anuncia que el responsable de un crimen grave ha sido atrapado, sin cuestionarnos si dicho individuo es realmente quien cometió el atraco.

Históricamente, a la calle se la ha calificado de dos maneras: como una escuela de malos hábitos o una fuente de sociabilización. Hay de las dos cosas, y la mejor manera de identificarlas es mediante el discernimiento. Pero Chile, un país pacato hasta la médula, ya antes de 1973, siempre ha considerado el mundo exterior como un lobo amenazante que sólo aspira a devorar a los inocentes borregos. Salir siempre ha estado mal, o en el mejor de los casos, es una actitud excepcional que por lo mismo se transforma en un gran acontecimiento. La mujer debe quedarse a cuidar bebés ( ya sean hijos, hermanos o sobrinos); al niño le basta con el cable; al púber, con el internet, y el páter familia, debe permanecer como atalaya, con la pistola apuntando al antejardín. Nosotros felices en nuestro hogar, los sospechosos enjaulados hasta que alguien se dé cuenta de la babosada, el asfalto sólo disponible para autos que pasan a exceso de velocidad y que no les remuerde la conciencia cuando atropellan a un mocoso: a fin de cuentas, por qué su madre permitió que estuviera allí.

Lo único que importa es el encierro y no es correcto, menos en una sociedad asustada, medir las consecuencias. Por eso, además de lo ya explicado, es que un inocente liberado de la cárcel no provoca tanto asombro como cuando lo ajusticiaron arbitrariamente. No es adecuado provocar una nueva sensación de angustia, menos cuando todo ya estaba resuelto. El problema es que en modelos donde se opta por el aislamiento, la represión y el castigo, siempre se acaban cometiendo esta clase de errores, o más bien dicho, horrores. Vámonos a Estados Unidos y su errabundo sistema penal, o a la Inglaterra de los setenta, y estarán de acuerdo conmigo. De hecho, la reforma procesal chilena, que muchos acusan de garantista y benevolente con los imputados, se implantó para evitarse atrocidades como el caso La Calchona, que alguien nacido y residente en Talca sabe de sobra que nada tuvo de mito y sí bastante de cruda y espantosa realidad. Pero los paladines de la justicia punitiva se salieron con la suya y le han venido agregando una serie de acápites hechos al gusto de quienes desean venganza contra una sombra, en este caso, con la ventaja que puede ser representada en carne y hueso. Hasta ahora, por fortuna para los inculpados por delitos que no cometieron, todos estos casos se han dado en situaciones de prisión preventiva y no de sentencia condenatoria. Sin embargo, a este rumbo pronto nos encontraremos conque un condenado a cadena perpetua, a poco de obtener sus primeros beneficios, conseguirá la liberación anticipada no por sus méritos, sino por los deméritos del Estado.

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