miércoles, 5 de marzo de 2014

La Marginalidad del Tren

Hace varias semanas que la estatal Empresa de Ferrocarriles del Estado (EFE) viene cerrando cruces ferroviarios autorizados por la misma compañía. La principal excusa que motiva este cambio de políticas es que esos pasos han experimentado un deterioro considerable en el último tiempo, y por ende no están resultando seguros para los usuarios. Con ello la institución pretende meterle presión a los municipios, a quienes responsabiliza del mantenimiento de los lugares. Mientras que los aludidos, como era de esperarse, aseveran que sus acusadores son quienes deben encargarse del trabajo, en cuanto propietarios de la franja donde se encuentran instaladas las vías. Y como ocurre siempre, los vecinos, a la postre únicos afectados por estas determinaciones, ven cerrados accesos que llevan años empleando para acudir a sus escuelas o sitios laborales, con toda la carga negativa que ello implica.

Desde que en la década de 1970 se produjera el levantamiento masivo de las líneas férreas -por causas económicas, pero también políticas-, las pocas que subsisten hasta hoy se yerguen en medio del paisaje como una suerte de anomalía, un evento extraño de un pasado entrañable pero que requiere ser superado. Y si estas vías se encuentran en medio de las ciudades -incluso las más pequeñas- esta discordancia es bastante peor. Sus trazados prácticamente parten a las urbes en dos, y a diferencia de las carreteras, no se puede establecer una conexión, al menos directa, entre ellas y las calles. Tener un tren es una joroba para aquellas localidades en que dicho servicio aún existe, que de inmediato suscita el problema de la división entre quienes se hallan a ambos lados de los rieles.

Además a ello se debe sumar un factor generacional. Los más jóvenes, que nacieron en épocas muy posteriores a aquellas en que el ferrocarril conoció su máximo esplendor, para colmo se criaron en medio de una contingencia que privilegiaba, no ya el transporte público a gasolina, sino derechamente el uso del automóvil particular. Para ellos se han construido esas amplias calles y caminos en donde puede circular con relativamente alta velocidad, hasta que una vía férrea, rodeada de malezas cuando no inserta en un terreno yermo, les corta la recta y los obliga a efectuar un desvío, cuando no los fuerza a frenar, observar a ambos lados, atravesar lentamente los rieles para no dañar el parachoques o el guardafango, y tras una pausada aceleración recién recuperar el ritmo. El ferrocarril representa una detención no deseada en el marco del trajín de la vida moderna. Aparte de que el choque entre un tren y cualquier clase de vehículo siempre deviene en pérdida para este último.

En muchos países del primer mundo, donde también el ferrocarril pasó por una desesperante decadencia, hoy en día el diseño y el uso de las líneas es armónico con el paisaje y el resto de los sistemas de transporte. No hay una sensación de que los trenes piden permiso para existir como en Chile, sumidos en una vorágine de calles y ruedas con neumáticos. Sin embargo, esto se ha conseguido luego de se considerara este medio como uno de los tantos probables al momento de trasladar a las personas. Cuestión que no ocurre aquí, donde a cada rato se construyen caminos cada vez más anchos y autopistas con interminables circunvalaciones. El asunto radica en que aquí, más que mejorar el estatus de los rieles y las estaciones, hay que revertir una situación ya consolidada. Algo que parece casi imposible, aunque se insista en que los milagros sí ocurren.

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