viernes, 1 de noviembre de 2013

En Su Propia Feca

Se veía venir lo que finalmente le ocurrió a Emilio Sutherland y su espacio televisivo "En Su Propia Trampa". Y no porque en este país los delincuentes tengan derechos mientras las personas honradas deban vivir entre cercas, como les gusta vociferar a los histéricos de siempre. Es simple: un programa que insiste en menoscabar a personas comunes y corrientes tachádolas de delincuentes, aún sin tener pruebas para acusarlos, tarde o temprano cae en una estratagema que finalmente motiva acciones en su contra, tanto porque el desmedido correlato de fuerzas desencadena de manera irremediable situaciones de abuso de parte del más fuerte -que se atribuye el mandato de encauzar al débil aunque éste no lo quiera-, como porque la humillación hacia el contrincante siempre genera una conmiseración  en el espectador, quien siente que se halla frente a una injusticia.

El formato de "En Su Propia Trampa" remite a los antiguos programas de cámara escondida, sólo que en este caso el objeto de la broma es alguien despreciado -o que los propios creativos del espacio buscan que sea reprobado- por la comunidad. Por ello, en lugar de recibir premios y vítores por parte de quienes se habían reído a costa de él, ahora el afectado se ve obligado a aceptar un doble escarnio. El humor, mientras tanto, juega su propio rol esencial. Dado que los chivos expiatorios son sujetos que cometen delitos de poca monta, por los cuales es probable que nunca recibirán una pena de cárcel, entonces resulta justo y necesario (remitiéndose a los márgenes conceptuales delimitados por el proceder de quienes dirigen la producción televisiva) someterlos a un castigo extra judicial, que no traspase, eso sí, las barreras que la misma legislación permite. Es ahí donde la burla descarnada adquiere una vital importancia. Ya que la carcajada, al ser tratada en sus significaciones más simples, aparece como antónimo de la seriedad, condición imprescindible si se busca encauzar o condenar a una persona. Eso y el carácter de farándula que muestra el programa dejan al individuo con pocas opciones de argüir una defensa, toda vez que la sociedad emplea la risa y él suele ser catalogado de antisocial.

Por otro lado, las mismas estructura y característica de esta propuesta la limitan a enfocarse en los pobres diablos y a carecer de un mecanismo que sea capaz de enfrentarla a peces más gordos. Y no me refiero a los "ladrones de cuello y corbata" que sus detractores piden que Sutherland y su consorte ausculten. Sino a aquellos integrantes del hampa común que cometen delitos más graves, como los homicidas, los abusadores sexuales o los traficantes de drogas. Está, desde luego, el factor miedo. Pero además influyen las restricciones propias de un formato donde se tiende a insistir en el humor matonesco y segregativo. Una acción negativa de "mayor connotación social" de modo irremediable requiere un trato más serio, pues entre otras cosas, está la posibilidad de que las propias víctimas del desafuero se sientan igualmente ofendidas. Fuera de que aquí la burla puede ser vista como una visión banal de un suceso que para muchos componentes de la opinión pública no es para la risa. Entonces, el consuelo es remitirse a abusar de los menos afortunados -incluso en el contexto de la escoria humana- llegando al extremo de inventar o mostrar comportamientos absolutamente legales como delitos -por ejemplo, el llamado falso cura o las espiritistas fraudulentas- o de efectuar acciones contra un menor de edad que rayan en el secuestro y el maltrato.

Es cierto que hay víctimas de robos callejeros a quienes se les debe una explicación, y carteristas y ladronzuelos que tal vez merezcan una lección. Sin embargo, eso debe venir de parte de la justicia. No sólo de la formal, sino de una concepción en tal sentido que emane de la misma sociedad que hoy procede de manera irracional, no por la decisión libre de sus componentes, sino a través de la influencia de un espacio televisivo. Y eso comenzará a ocurrir, cuando, entre otros procedimientos, se deje de esconder la impotencia generalizada cometiendo abusos contra los más desposeídos, ya se trate de pobres simples o de delincuentes pobres.

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