jueves, 12 de julio de 2012

La Resurrección de los Treinta Mil

Hace unos días atrás, el ex general argentino Jorge Videla, primer dictador de lo que en ese país en su momento se denominó "Proceso de Reorganización Nacional" fue condenado a cincuenta años de cárcel por la sustracción de niños durante la época en que ejerció como gobernante de facto, entre 1976 y 1980. A esto se añade una anterior sentencia de presidio perpetuo por las torturas y posteriores asesinatos y desapariciones forzadas de disidentes políticos que ordenó o instigó, también durante su mandato; varios de quienes eran padres de esos bebés que finalmente fueron entregados a los autores materiales y a los cómplices de estos crímenes. Ambas resoluciones las deberá cumplir, al menos mientras permanezca vivo, en una cárcel común, no en palacetes como ocurre en otros países latinoamericanos.

Uno de los datos que más llama la atención respecto del régimen que rigió con mano de hierro a Argentina entre 1976 y 1983, es que todas las tiranías correspondientes a lo que se definió como la "doctrina de la seguridad nacional", ésta fue la más sangrienta -más de treinta mil crímenes- e igualmente la más breve. Quizá si una de las explicaciones que se le puedan dar a esta paradoja, radica en lo permeables que fueron los trasandinos a los gobiernos militares durante el siglo veinte. De hecho, a lo largo de la centuria se cuentan seis levantamientos armados que resultaron exitosos, en el sentido de que consiguieron derrocar a un presidente constitucional. Y durante idéntico periodo -y parte del actual-, buena parte de las elecciones fueron ganadas por un movimiento, el justicialismo, fundado por un coronel: Juan Domingo Perón, quien en todo caso colgó las armas y siempre se presentó a los comicios en condición de civil. Más aún: cuando acaece el golpe que derriba justamente a la segunda esposa del mencionado uniformado, sólo habían transcurrido tres años de una anterior etapa autoritaria, bajo la férula de los generales Onganía, Levingston y Lanusse. Como conclusión, podemos añadir que la tierra de los gauchos fue la última en adscribirse a este tipo de dictaduras que mezclan las características del tradicional gorila latinoamericano con las intervenciones de Estados Unidos en el marco del juego político que se dio durante la Guerra Fría, con las características propias que se suscitaron en las décadas de 1960 y 1970 (Cuba, Vietnam, reivindicaciones sociales y revolucionarias...).

No es de extrañar que esta amalgama de antecedentes haya hecho perder la sensibilidad hacia los derechos humanos en los argentinos de entonces. Siempre que ocurría una crisis política (y por mucho que se considerasen la Europa del río de La Plata, no eran sino otro país latinoamericano y de esos acontecimientos tenían de sobra) estaban los milicos para arreglarlo todo. En favor de los más pudientes, claro está; pero al menos daban una garantía de estabilidad. Y eso se transformó en un voto consuetudinario de confianza que a la larga les atribuyó a los uniformados características mesiánicas. Lo cual, durante el mentado Proceso, les permitió actuar con una desmedida impunidad, incluso respecto de quienes solicitaron con mayor ahínco su auxilio. Si uno examina a todas las tiranías sudamericanas de la época, notará que los soldados fueron finalmente serviles a los propósitos de la clase acomodada y de quienes ostentaban el poder económico y sus aliados. Acá no sucedió lo mismo. Si bien es cierto que las motivaciones fueron idénticas, al terminar la jornada eran los militares por los militares, y una prueba de ello es el destino que sufrieron quienes se atrevieron a presentar recursos legales en favor de los desaparecidos. Mientras que, por ejemplo en Chile, los mayores peligros que podían enfrentar los abogados eran los insultos públicos, las dificultades para encontrar trabajo o alguna labor de amedrentamiento como golpizas o seguimientos, en Argentina terminaron secuestrados igual que las víctimas que osaron defender. Aquello, más que un acto de irresponsabilidad o un exceso extremo, es el cobro de un cheque en blanco que permitía tomarse la licencia de desconfiar de una institución como los tribunales de justicia, que en esta parte del mundo siempre han obedecido los intereses de los más pudientes que en definitiva los financian y les aportan capital humano -un alto número de magistrados proviene de ese sector social-, y eventualmente pasarla por alto y darse el lujo de humillarla en el intento, pese que como en otras dictaduras del cono sur, ésta también había suspendido la independencia del poder judicial.

Es sintomático que además el régimen de facto cayera por una derrota militar, como fue el fiasco de la ocupación de las Malvinas, comparable a lo que intentaron los jemeres rojos de Camboya con su vecino e histórico enemigo Vietnam. ¿Qué hubiese pasado si los británicos, de acuerdo a las proyecciones de los mismos generales argentinos, se hubieran decidido finalmente por la opción diplomática y todo terminase en conversaciones amistosas, fuesen éstos favorables a las pretensiones de los trasandinos o no? Quizá lo mismo que en Chile, donde hasta la detención de Pinochet en Londres, todavía existía una especie de consenso universal en atención a alabar los supuestos logros de esa tiranía, sin opinión alternativa posible; e incluso hasta la fecha hay un grueso grupo de partidarios de ese régimen. Pero enhorabuena los piratas ingleses aprovecharon su superioridad naval para avivar su propio patriotismo en un tiempo en que pasaban por una crisis. De ahí hacia adelante en Argentina se instauró una auténtica conciencia del "nunca más", y por mucho que los dirigentes democráticos se hayan mandado sus desaguisados en años posteriores (las horribles recesiones de 1989 y 2001) ya nadie, o a lo sumo una minoría insignificante, piensa en golpear las puertas de los cuarteles. Más aún: este país fue el primero en plantear seriamente la idea de juzgar a los violadores de derechos humanos, al punto que ya se habían suscitado encarcelaciones entre 1983 y 1990, todas indultadas más tarde producto de los alzamientos armados acaecidos entremedio, que no eran sino un residuo de aquel poder omníbodo que ostentaron en décadas pasadas. Ahora, nadie pone en duda que Videla es sólo un delincuente; pero uno que cometió aberraciones a base de las armas y del Estado, por lo cual sus delitos tienen agravantes. Y por ende estará en una cárcel común cumpliendo una sentencia especial.

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