miércoles, 19 de octubre de 2011

El Por Qué de los Indignados

Tomará tiempo antes que finalmente se sepa con certeza el rumbo que tomará el movimiento de los "Indignados", que desde mediados de año están haciendo ruido en bastantes países, en especial del primer mundo, incentivados por los estragos que en sus lugares de origen viene dejando la crisis financiera internacional. Por lo pronto, sólo cabe referirse a ellos como una masa amorfa, relativamente bien organizada, pero con una estructura aún no definida; que ha salido a protestar contra un enemigo igualmente difuso y escasamente detallado, como es el actual sistema económico -¿capitalismo?, ¿globalización?, ¿imperialismo yanqui?-: en una actitud comparable a la de los movimientos pacifistas y utópicos de la década de 1960, con la única diferencia de que, mientras en esa época se disfrutaba del ocio que permitía la bonanza pecuniaria, los descontentos de ahora en cambio deben lidiar con problemas más urgentes, como la falta de empleo y todo lo que eso conlleva.

Por el momento, es menester hurgar algún rato en las causas de este malestar, que no se agotan en la crisis monetaria de los tres últimos años, ni en la irresponsabilidad de quienes provocaron dicha coyuntura. De partida, cabe acotar que uno de los incentivos que han encontrado los Indignados para salir a protestar, son los ajustes que diversos países desarrollados han estado efectuado como medida para paliar su endeudamiento y su falta de liquidez, acciones que entre otras cosas implican sendos recortes en el gasto público, e incluso la posibilidad del término del Estado de bienestar, en determinadas zonas. Situaciones que eran propias de aquellos lugares donde no se respetaba el principio del libre mercado o se trataba de imponer sistemas económicos distintos al capitalismo, como en los socialismos reales o en las naciones latinoamericanas durante la tristemente célebre "década perdida" de los años 1980. Ante el descalabro de las cuentas ocasionado por el supuesto derroche, el gasto excesivo en el aparato burocrático y la intervención de los gobiernos en asuntos que deberían iniciar y concluir en el ámbito del negocio privado: se buscaba enmendar el rumbo recurriendo a salvavidas de choque, con consecuencias dolorosas para el grueso de la población, al menos en el corto plazo, ya que siempre significan rebaja en los salarios -cuando no directamente desempleo-, aumento de los precios y pérdida de diversas prestaciones estatales. Se trataba, en resumen, de operaciones de castigo -o de consecuencias lógicas, como diría un seguidor de la géstalt-, pero necesarias, que tenían un doble propósito: corregir estructuras financieras en dirección a la acumulación de capitales, la única opción posible, por no haber otra que forme parte de la naturaleza intrínseca del hombre; y al mismo tiempo, aleccionar a los ciudadanos para que en el futuro no reincidieran en el error.

Sin embargo, la crisis actual, así como todas las que se han suscitado durante este siglo, proviene desde el propio seno del capitalismo, sistema adoptado por casi todo el mundo a partir de 1990. Y no de cualquier versión, sino de la más extrema, que por ello debiera ser además la más perfecta e infalible, como es el nuevo liberalismo. Una concepción de la economía que ha penetrado en buena forma gracias a las supuestas lecciones aprendidas por el común de los ciudadanos de todo el orbe, quienes durante los últimos veinte años han aceptado que para que el asunto marche bien, es imprescindible la generación de riqueza y la ausencia de controles por parte del Estado o de cualquier aparato que no sea el libre mercado. Funcionamiento del engranaje que incluye la distribución de beneficios públicos, que los teóricos del sistema han asegurado que no son incompatibles con éste. Empero, cuando cada vez parece más cercana la posibilidad de caer en el abismo, la respuesta de quienes detentan el poder es la misma de siempre: recortar las prestaciones, cuando no eliminarlas definitivamente, acabando de ese modo con el bienestar estatal. Más aún: a los integrantes del pueblo raso se les culpa de que esperan a que todo se lo den y no llevan a cabo el más mínimo esfuerzo personal. O sea, idénticas acusaciones a las que se efectuaban contra los regímenes populistas o los socialismos reales, pese que ahora el grueso de las personas había sentado cabeza y prefería seguir las reglas.

Éste es el germen de la indignación. Una masa que, aún siendo obediente, se ve forzada a sacar la peor parte tras los desmanes financieros, incluso cuando son ocasionados por los mismos jefes que les exigieron sometimiento y acto seguido colocaron los preceptos sobre la mesa. Porque lo que ha ocurrido es una consecuencia de la aplicación de un modelo que incluye menos regulación por parte del Estado, permisividad en la acumulación de riquezas y creencia ciega en el progreso económico individual. Las medidas de corte socialista o corporativista han estado ausentes, así como el interés por buscar una salida racional a la crisis, que no remate en la destrucción de sociedades completas, arrastrando con ellos a los propios irresponsables que hoy sólo piensan en su presente y evaden cualquier pregunta que se les haga sobre el futuro.

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