lunes, 25 de abril de 2011

Dónde Se Inicia el Fraude

La prueba Inicia, una evaluación que se pretende aplicar a los egresados de las carreras de pedagogía, y que este año debutó de manera experimental sobre algunos titulados que acudieron a rendirla de forma supuestamente voluntaria (ya que la decisión no la tomaron ellos, sino sus universidades, que la impusieron como condición previa e irrenunciable para la graduación), arrojó magros resultados, al igual que todo aquello que busca medir la calidad de la educación chilena. Los relevos del magisterio -nada menos- dominan un poco más de la mitad de las competencias correspondientes tanto a sus especialidades como al grado de escolaridad de sus eventuales educandos. De nuevo las autoridades políticas y religiosas, así como los medios masivos de comunicación, supieron hallar la causa de los males en la piedra de tope de siempre: los profesores, que con este test fueron puestos en evidencia ya no sólo como unos incompetentes, sino también como sujetos vulgares e ignorantes, características que contradicen la definición y la esencia mismas de la labor docente. Y que para colmo, se manifiestan en las generaciones futuras, justamente las que están llamadas a revertir la situación. Lo cual a la larga, se transformará en un nuevo subterfugio para denostar a los maestros, que ya bastante atareados están luchando contra los bajos sueldos y los alumnos que creen que es tiempo perdido permanecer en una sala de clases.

Lo curioso de esta conclusión es que basta un mínimo análisis para darse cuenta de que está errada. Para empezar, se parte de la premisa de que los aspirantes a pedagogía debieran ser quienes tienen la primera responsabilidad en su propia formación, cuando ese papel le corresponde a las universidades. De otro modo no habría sentido en estudiar la carrera. Y si bien es cierto que cada estudiante superior está obligado a hacer y a generar investigación, dicho proceso se lleva a efecto de acuerdo a la guía de los académicos, que imponen, ya que así se ha consensuado, objetivos y pautas, cuyo respeto está garantizado por la calificación final, instancia que por principio está destinada a reflejar el grado de ortodoxia mantenido por el orientado. En esto último, al menos en Chile -donde ya sabemos, no existen planteles de verdad-, los catedráticos suelen expresar una alta cuota de autoritarismo, y no sólo en las facultades de pedagogía, llegando a ejecutar auténticas venganzas contra algún pupilo que se escapa a la norma o les deja en claro que posee un mayor dominio. Porque además, amparados en la serie de seguridades que les brinda la vida universitaria, no practican lo que predican y por ende jamás se renuevan, repitiendo cada año una idéntica monserga a los futuros profesionales. Si introducen un aspecto innovador, lo hacen con desgano, dejando una sensación evidente en sus oyentes. A esto se agrega el material disponible en las bibliotecas, del cual los interesados dependen de forma prácticamente exclusiva, al tratarse de textos específicos que no se encuentran en el mercado; ya ni hablemos de la capacidad de adquirirlos. Por lo tanto, la vida laboral del egresado será de acuerdo al material de apoyo que encuentre en su centro de preparación, sea éste humano o bibliográfico. Y si dichas fuentes son mediocres tendremos como resultado un titulado mediocre. A menos que él mismo intente superarse incluso por encima de los facultativos-inquisidores. Algo que, enhorabuena, la mayoría de los alumnos universitarios hace.

A las carreras de pedagogía llegan dos clases de muchachos. Primero están los que tienen vocación y no les importa lo que los demás digan de su elección -que se trata de una profesión que se caracteriza por las bajas remuneraciones y las humillaciones públicas- y que resisten a todo, incluso a los académicos de mala calidad (personalmente puedo atestiguar que ese último factor desilusiona a muchos, más que cualquier advertencia como las anotadas en el anterior paréntesis). Estos chiquillos, ya instalados en el aula, a poco andar, o se olvidan de lo que aprendieron en los claustros, o se dean cuenta de no les servirá frente a los niños o adolescentes, por lo que al final terminan empleando los recursos de sus antiguos profesores de básica o media, que lo más probable es que les hayan ayudado a descubrir su vocación. En el mejor de los casos, se valen de alguna estrategia aprendida en un curso de perfeccionamiento posterior a su egreso, que casi siempre son impartidos por docentes con formación universitaria, pero maestros igual que ellos. Luego, están los que "aterrizan" en estas facultades, porque no les dio el puntaje mínimo de ingreso para continuar un estudio con más prestigio social. Los últimos suelen ser considerados por los catedráticos universitarios -las raras veces que estos zánganos se acuerdan que comen gracias al dinero que les regalan estos jóvenes ilusionados- pues no pierden la oportunidad de mudarse a una carrera más cara; o si egresan, ejercen sólo para pagar el área que ahora sí pueden abordar. Pero los otros, los auténticos pedagogos, a poco andar notan que no se pueden confiar en personas que tienen un aura, porque dentro de ella sólo hay un profundo e interminable vacío. Es la pregunta que debieran formularse las universidades: por qué los profesores desconfían de ellos y prefieren valerse de un sostén considerado anticuado y anacrónico.

Hoy los académicos, varios de los cuales no poseen el más mínimo vínculo con la pedagogía, por el sólo hecho de estar donde están, se toman la atribución de opinar sobre la educación chilena y en particular de los maestros que la sostienen. Muchos de ellos no pierden un segundo en mostrar su más absoluto desconocimiento de dichos temas; pero como pertenecen a una instancia "superior", son escuchados por los medios masivos de comunicación, repletos de sujetos igual de ignorantes. La situación da para sospechas, sobre todo considerando la moción que busca que profesionales no docentes impartan clases, lo cual arrastraría a muchas de estas vacas sagradas a las aulas de escuelas básicas y liceos, aumentando sus ingresos y la cesantía de los verdaderos pedagogos. Que nos engañen: los culpables de los malos resultados no son los evaluados por la Inicia, sino sus evaluadores.

                                                                    

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