jueves, 19 de agosto de 2010

Está Vendido el Trece

La venta de Canal Trece al grupo Luksic debiera provocar indignación general. No porque la iglesia católica se haya desecho sin más de su medio de comunicación más poderoso, renunciando de paso a la "labor evangelizadora" que supuestamente era capaz de realizar a través de él: es más repugnante de hecho, que esa clase de instituciones manejen marcas y empresas de alto nivel de convocatoria. Sino, debido a que la frecuencia emisora pertenecía a la universidad pontificia, que la había recibido gratis y de manera incondicional en 1959, bajo el compromiso de ofrecer una televisión educativa, cultural y aceptable en términos cualitativos. Un acuerdo de palabra, un pacto de caballeros -que se supone, para la gente vinculada a la educación superior, es respetable aunque nunca se confirme como un contrato escrito-, cuya reciprocidad debía estar garantizada desde el principio. Un grado de confianza que, no lo olvidemos, motivó al Estado a otorgar a perpetuidad el número de sintonía, sin solicitar nada a cambio.

A diferencia de la prensa escrita o la radio, la televisión llegó a Chile bastante tiempo después de su invención. En su primer periodo de expansión, este país se encontraba sumido en ese conservadurismo hipócrita y retrógrado que de tarde en tarde asalta las instancias públicas. Eso hizo que durante varios años, el parlamento y los sucesivos gobiernos declinaran abrir el espacio a esta forma de comunicación, porque se trataba de un flagelo que pervertía a los jóvenes y desviaba a los niños de sus deberes y los valores tradicionales. Finalmente, durante el mandato de Jorge Alessandri (de manera irónica pero a la vez sintomática, representante de esa reacción rancia y propia de los chilenos de clase acomodada), se dio con una solución milagrosa: cederle las frecuencias a las universidades, para que ellas se hagan responsables de una "programación de calidad", lo que por estos pagos equivale a moralina apenas disimulada tras un disfraz de supuesta cultura, elitista y excluyente. Así, saturaron la cartelera de conciertos de música docta -dos horas con la misma cámara e idéntico ojo electrónico-; diálogos repletos de datos obvios sobre artistas europeos fallecidos dos siglos atrás, e información sobre actividades en los distintos templos católicos. De vez en cuando, salían de la rutina con sosos programas de entretención, como el soporífero "Sábados Gigantes", permitidos porque existían en su justa medida, además de imitar las fiestas de primavera y las recepciones estudiantiles que en aquellos tiempos, organizaban los chicos bien, que siempre han sido los únicos con permiso de residencia en nuestras seudo universidades, donde vuelven a escuchar la sobremesa del fin de semana, dictada por sus tíos, primos y abuelos. Desde luego que a poco andar, las entidades de estudios superiores notaron que, al igual que en todas las demás áreas de la cotidaneidad, no contaban con la destreza suficiente para desempeñarse en el mundo de los rayos catódicos. Pero al mismo tiempo, vieron el potencial masificador del nuevo juguete, que lo transformaba en un eficaz mecanismo de propaganda y de lavado de imagen. Por lo que acabaron atesorándolo entre sus manos con violenta avaricia, dispuestos a eliminar a todo aquel que les impidiera obtener sus beneficios más pingües.

Las décadas transcurrieron. Se fundó un canal netamente estatal -que no cambió mucho las cosas-, se autorizaron las transmisiones en color, y a poco de concluir la dictadura, se abrió la licitación a televisoras privadas, eso sí con un régimen de obligaciones distinto al de las universidades, ya que las nuevos interesados debían comprar las frecuencias por un periodo acotado. Pero esto fue suficiente para que se presentaran fenómenos hasta entonces desconocidos, como el aumento de la oferta de canales y la consiguiente dispersión de la publicidad. Entonces, los planteles, a su vez, transfirieron sus estaciones a dueños también particulares, valiéndose de un escandaloso resquicio legal. Pues, al no poder enajenar este patrimonio, discurrieron arrendarlo a empresas externas, que superpusieron canales. De esta forma continuaron ganando y se aseguraban la impotencia de la ley, pues al tratarse de un ente distinto, quedaba exento de las exigencias de una programación cultural, educativa y cualitativamente buena por la cual el Estado les había favorecido. Así, la Universidad de Chile le entregó su transmisor a un consorcio venezolano y luego a Sebastián Piñera, el depredador accionista de bolsa que hoy es presidente de la república. Las Universidades Austral y del Norte les regalaron sus señales a caciques locales que los reemplazaron por miserables canales de cable, que además duraron poco tiempo. Entretanto, la Universidad Católica de Valparaíso se restringió a la difusión de programas de ventas por teléfono.

Y como guinda de la torta, la Pontificia de Santiago, en una actitud muy propia de un dinosaurio que conoció épocas mejores, y al cual la demencia senil le hace imaginar que el presente no tiene nada que envidiarle al pasado, negocia sus derechos con un poderoso conglomerado empresarial, que de seguro, intentará aprovechar las ventajas de la implementación de la televisión digital terrestre, hecho que está a la vuelta de la esquina. Muchos dirán que ésta fue la única estación que creció al alero casi exclusivo de su plantel madre -lo cual no es cierto-; pero aún así, casi todos sus logros han estado reñidos con la legalidad. En 1973, el Trece abrió una señal clandestina en Concepción, con el propósito original de que el sacerdote Raúl Hasbún escupiera desde ahí sus diatribas religiosas contra Salvador Allende. Cuando un funcionario público fue a clausurarla, el cura y sus secuaces los asesinaron, en un crimen que jamás fue aclarado producto del posterior golpe militar. Sin embargo, la televisora pudo reabrir su filial y fue el inicio para que las entidades de educación iniciaran la expansión de sus casas televisivas sin pagar un peso por las antenas repetidoras que instalaban a lo largo del país. Al mismo Trece le permitió ir a la vanguardia de la televisión criolla durante veinticinco años (vanguardia perdonando las limitaciones de la emisión chilena, claro está). Lo que acaba de hacer la Pontificia, con la venia de la iglesia católica, es sino otro de los sucios negociados a los que nos tienen acostumbrados nuestras seudo universidades. Que como instituciones fundadas por y para la oligarquía, nunca dejan de cometer actos turbios, ya que estén pasando por buenos o por malos ratos.

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