miércoles, 28 de julio de 2010

Su Majestad el Indulto

Uno de los argumentos que se ha esgrimido para objetar la iniciativa de los "indultos bicentenario" lanzada por la iglesia católica -la cual, como todo lo que emana del romanismo, muestra una ambigüedad que apenas esconde sus propósitos más oscuros-, es que aquella es una actitud más propia de una monarquía, entiéndase absoluta, que de un régimen democrático o un Estado de derecho. Pues, en este último caso, se cuenta con un poder judicial autónomo, que debido a su sola estructuración constituye una garantía de imparcialidad. Lo cual llevaría a concluir que los actos de perdón legales corresponden a gobiernos autoritarios donde no se respetan los derechos humanos, pues los beneficiarios serían personas detenidas por opinar de manera distinta a como lo hacen los legisladores, hecho que expone a éstos a la comunidad internacional. En tales casos, la absolución extraordinaria vendría siendo la prueba plausible de que un determinado gobernante reconoce que es responsable de un sistema político dictatorial.

En Chile, los presidentes -a quienes el ordenamiento jurídico siempre ha intentado presentar como una versión a escala de sus símiles de Estados Unidos- siempre han contado con la facultad de otorgar indultos, ora para frenar una ejecución -que también ocurre en otros lugares donde existe la pena de muerte-, para reducir una condena o para excarcelar a un reo. En años recientes, tal atribución ha sido mediatizada, ya que el ministro de justicia suele sugerir nombres de candidatos que, por su buena conducta o debido a una enfermedad terminal, se cree son idóneos para merecer la gratitud. Pero la decisión final continúa en manos del primer mandatario, quien decide de acuerdo a sus propios criterios. Ese hecho es el que pone los pelos de punta a muchos expertos ligados de un modo un otro a la dinámica de los tribunales. Pues, siguiendo el razonamiento descrito en el párrafo anterior, equivale a aceptar que algo no está funcionando correctamente en la administración de la justicia. Y alrededor de estas sospechas, se colocan varios sujetos que están dispuestos a difundir los rumores como cosas ciertas, arrastrando al desprestigio nada menos que al tercer poder público. Tipos que basan sus ataques en su carisma personal y en su posición privilegiada dentro de la sociedad; pero que a veces, son capaces de complementar dichas características con evidencias tan demoledoras como las que se presentan en una audiencia con el fin de levantar una acusación.

Debido principalmente, a que en este país siempre se ha tenido la sensación de que la justicia es menos ciega que parcial. Y por desgracia, argumentos a favor de esa conclusión, sobran. Por ejemplo, un sistema que no llega, al menos de la forma ideal, a las capas más populares de la población. Una red carcelaria deficiente donde saltan a la vista el hacinamiento y la precariedad de los reclusorios. Una desigualdad que obliga a considerar que el delincuente eligió ese camino impulsado por la mera necesidad. Un análisis que arroja como resultado que la mayoría de los confinados son personas pobres sin lazos de compadrazgo ni recursos suficientes para pagar un buen abogado... Por último, una oligarquía que ha abusado del pueblo desde tiempos ancestrales, valiéndose entre otras armas de la institución legal, y que, como acto desesperado para mantener su supremacía, alentó y amparó a una de las tiranías más sangrientas del siglo XX, la cual pasó por alto de manera sistemática todos los mecanismos jurídicos, incluso los que ella misma dictó, creado la sensación entre la gente común de que se estaba exento de cumplir con ciertos deberes, entre ellos los penales. Agréguese las detenciones de inocentes -demasiadas para un sistema que se precia de ser el más adecuado- las declaraciones que acusan al entramado de ser muy benevolente con los cacos, y ciertas anomalías como la denominada justicia militar. Entonces, tenemos un cóctel de desconfianza hacia abogados, fiscales y magistrados, cuya expresión más simbólica son las continuas malas evaluaciones que tienen de cara a la opinión pública.

Y es ante tales desperfectos que aparece, como una corrección de emergencia, lo cual finalmente se traduce por una tabla de salvación, el indulto a manos de la máxima autoridad del ejecutivo y por ende de la nación. La figura impoluta del presidente que provoca una sensación de defensa, y de paso, evita que los desencuentros entre los ciudadanos comunes y el poder judicial tomen ribetes de estallido social. En un país subdesarrollado, con una múltiple cantidad de asuntos por resolver -tanto en el terreno social como en el político, económico, cultural e incluso legal-, no es bien visto que una instancia pública se gobierne por sí sola, aunque se trate de un poder del Estado. Y se precisa, cada cierto tiempo, enmendar los entuertos causados por condenas excesivas o por gobiernos anteriores. Lamentablemente, nuestro ordenamiento aún da pie para que dicha situación deba seguir acaeciendo en el futuro.

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