miércoles, 16 de diciembre de 2009

Pinochet y el Pueblo Chileno

Frente a los resultados obtenidos por la derecha en las últimas elecciones generales, que tienen a ese sector político, inconfundible heredero de la dictadura militar, al borde de retornar al poder ejecutivo, muchos se preguntan cómo un país es capaz de legitimar a quienes representan un oscuro pasado, donde se benefició de manera desvergonzada a una oligarquía insensible a los problemas sociales, mientras a la mayoría de los ciudadanos, sistemáticamente se les hundió en la miseria, e incluso, se cometieron crímenes contra algunos de ellos. Los que se formulan tal interrogante, se llenan de estupor al constatar que nuestros conservadores, a despecho de su adaptación a los tiempos, empero no han variado un ápice su actitud; y aún con ese antecedente, el votante medio les entrega su respaldo en las urnas. Desde luego, estos puntos de vista tienden a una simplificación que no refleja para nada la actual realidad del debate público en Chile. Pero adicionalmente, es posible hacer análisis sobre aspectos que no han sido tocados, y que guardan relación con una tendencia que fue moldeada durante los diecisiete años de autoritarismo que se vivieron por estos lares, entre 1973 y 1989.

He conversado con personas que tenían uso de razón para el golpe de Estado ( yo nací en 1974), y muchos de ellos aseveran que respecto a la lucha contra el régimen de Pinochet existen dos interpretaciones históricas: la de los exiliados, entre los cuales están aquellos que huyeron inmeditamente después de producirse la azonada militar, y quienes por diversos motivos fueron capturados antes de escapar, y sufrieron los rigores de una detención política. Entre ellos, existe una concepción idealizada de la resistencia popular, donde abundan los relatos épicos. Pero mis interlocutores, han insistido que la gente común que permaneció en el país no tenía la más mínima idea de lo que estaba pasando. Nadie se atreve a aseverar que esto pudo haberse debido al miedo o al escapismo que caracteriza a los periodos críticos. Sin embargo, dicha percepción es corroborable con ciertas imágenes audiovisuales captadas días después del once de septiembre, donde casas sitas en barrios populares, incluso en campamentos, aparecen embanderadas, y antes de que se inicien las fiestas patrias. Avanzando un poco, encontramos a ese mismo pueblo oprimido, que supuestamente aprovechaba la clandestinidad para urdir un plan que depusiera al tirano, asistiendo en masa al primer aniversario del "pronunciamiento", llorando con emoción desbordada ante la inauguración de la Llama de la Libertad, saludando con aplausos cerrados al jerarca en el festival de Viña del Mar, o encendiendo improvisadas antorchas en Chacarillas. Y salvo contadas excepciones, no se trata de acarreados por la fuerza. Muy por el contrario, abundaban los que sentían alivio luego de que una suerte de demiurgo les quitara la joroba de la democracia y con ella los líos que implica su aplicación -discusiones interminables, elecciones periódicas- y felices, resultaban capaces hasta de denunciar a los pocos que se atrevían a plantear opciones distintas frente al estado de cosas.

¿ Cuándo los chilenos medios empezaron a protestar contra la dictadura? Pues en el instante en que ésta comenzó a afectar sus estómagos. Fue la recesión económica de 1981, con sus perjuicios adicionales -alto desempleo, caída en los salarios, disminución del poder adquisitivo, ajustes macroeconómicos- la que empujó a los adormilados habitantes de este país a gritar en la calle. En ningún caso, tal fenómeno es explicable por la supuesta solidaridad de conjunto que nos tratan de vender algunos intelectuales y activistas de esa década. Cada uno de los que se enfrentaba con la policía en esos años sólo tenía interés en sí mismo y lanzaba piedras obedeciendo a un impulso básico como es el saciar el hambre: de hecho, escudarse en la masa es una excelente forma de no afrontar las responsabilidades particulares y sociales aparentando lo contrario. Si ampliamos el sentido de los términos, estaríamos en condición de decir que, con suerte, el manifestante de la época velaba por el bienestar de su familia; pero tal afirmación también es objetable, pues en esos años se disparó el número de hogares unipersonales y la violencia doméstica, situaciones que venían disminuyendo a partir del decenio de 1960. En conclusión, quien veía la posibilidad de mejorar su estatus abandonando a su cónyuge y a sus hijos ( y lo digo así, cónyuge, porque también hubo mujeres que obraron de tal manera) simplemente lo hacía.

Algunos sacarán a colación que aquellos fueron los años de las ollas comunes y de las barricadas en las cuales, a veces se involucraba un barrio entero. Pero en ambos casos, sólo presenciamos un instinto natural de supervivencia. O se evita caer en la inanición, de la forma más práctica que los pobres tienen para sortearla ( después de todo sus viviendas son más pequeñas y eso los obliga a tener contacto frecuente); o se organiza un muro defensivo ante un enemigo hostil -en este caso los agentes de Estado- provisto de armas de fuego y dispuesto a abusar y asesinar. Cuando estas muestras de preservación trascendieron sus círculos de origen, ahí fue cuando los más acomodados y supuestamente mejor preparados -profesionales, académicos y estudiantes universitarios, sacerdotes- agarraron algo de valentía y se incrustaron en una amalgama que no les pertenecía y para la cual nadie los llamó, además, con propósitos distintos a los que perseguían sus ahora idolatrados pobladores, quienes no tenían como prioridad luchar contra la dictadura, sino llenar sus barrigas. Son esos mismos intelectuales ingenuos, los que ahora no se explican el avance que ha experimentado la derecha en los más recientes lustros. Nunca han caído en la cuenta de que, por ejemplo, la cantidad de desaparecidos y atormentados tras establecerse los mecanismos sistemáticos de secuestro y tortura -me refiero a la creación de la DINA-, es bastante baja para decirse que afectó a todo un pueblo, como efectivamente ocurrió en Argentina. Y las instancias desde las cuales era posible establecer una conciencia de grupo, fueron tergiversadas y distorsionadas por su ignorancia y ambición. Pero en fin: si el propio Salvador Allende recomendó a sus partidarios encerrarse en sus casas mientras él se pegaba un tiro -más o menos lo que hoy aconsejan los derechistas con el asunto de la delincuencia-, no se les puede exigir iniciativa, ni siquiera capacidad de decisión.

No hay comentarios: