domingo, 21 de mayo de 2017

Héroe Por Antonomasia

El héroe por antonomasia. Así se es como se reconoce hoy en la idiosincrasia nacional -más bien nacionalista- a Arturo Pratt, más que nada por negarse a entregar la rada de Iquique aún a riesgo de su propia vida y la de los marinos que tenía a cargo, posición que le dejó en claro al almirante Grau cuando saltó a la cubierta del Huáscar a enfrentar cuerpo a cuerpo a sus rivales peruanos. Una consideración que ha pasado a ocupar un lugar todavía más privilegiado en el imaginario colectivo, tras aquella obra teatral escrita por Manuela Infante que fue estrenada en 2001, pese a los denodados intentos de grupos conservadores y moralistas por impedir que esto ocurriese. Al menos consiguieron algo positivo para sus inspiraciones: que el comandante de la Esmeralda se transformara un ser inmaculado e intachable, y enseguida en tal vez el único miembro de la historia militar chilena concebido como un ejemplo indiscutible.

Pero, ¿qué sucedía con Pratt antes de aquel suceso conocido como Combate Naval de Iquique? No mucho. Y lo poco no es para rescatar, al menos en términos que tornan elogiosa la vida y los actos de las personas. Pero no porque quien se ha erigido a lo largo del tiempo como el personaje principal de este acontecimiento, haya tenido una existencia llena de aspectos reprobables. Sino curiosamente por todo lo contrario. El comandante de la Esmeralda era un tipo con pretensiones intelectuales, muy dado a la cátedra y al estudio -se había graduado de abogado con envidiables calificaciones-, más leal a su familia que a la propia armada, que en cada parada que debía efectuar aprovechaba de escribir una carta a su esposa. Algo que en ésta y en todas las épocas -al menos desde que se impuso la moralina cristiana- resulta más que suficiente para erigirlo en una especie de santo laico (sin necesidad de obrar milagros: recordar que la iglesia católica considera a los mártires de su religión como canonizados ipso facto). Distinto, sin embargo, a la apreciación que tuvieron sus compañeros de armas, quienes una vez atracado el buque no lo pensaban y se iban directo a cumplir una vieja tradición de los marinos cuando bajaban a tierra firme: visitar los prostíbulos de la ciudad. Hoy se sabe con certeza que Condell y los demás veían a Arturo como el ganso del grupo, con toda la carga peyorativa que eso significa: incluso entre sus superiores más de alguno dudaba de su virilidad.

Por otro lado, y ya llegado el dichoso enfrentamiento naval, Pratt habrá demostrado su valentía y su hombría, pero los resultados que obtuvo fueron nefastos para su persona y sus subalternos, y escasamente relevantes para los intereses bélicos del país. Les habrá servido de propaganda a los militares para crear conciencia en el centro y sur de Chile, habitado entonces por una masa de inquilinos y peones quienes tenían demasiados problemas -entre ellos soportar a sus patrones- como para ocupar sus inquietudes en un conflicto que se estaba recién gestando en un desierto que no conocían ni al cual tenían posibilidad de acceder (no olvidar que una vasta zona de Atacama era territorio boliviano y peruano). Con el martirio del abogado, lograron convencer a varios hombres de enrolarse en las filas (no muchos: finalmente se decretó raptar "a todo gañán que se encontrara deambulando por las calles y caminos") y a un número considerable de mujeres para que donasen sus joyas con el afán de comprar un nuevo buque. Sin embargo, en lo que respecta a estrategia de guerra, la decisión de Arturo, en el mejor de los casos, se puede considerar como poco beneficiosa. Más acertada, en ese aspecto, fue la determinación de Carlos Condell, un sujeto con "mundo" que provocó que la Independencia, el otro barco incaico, lo siguiera, haciéndolo encallar en Punta Gruesa, teniéndolo a merced para bombardearlo hasta ocasionar su hundimiento. Volviendo a Iquique, ni siquiera el tan elogiado abordaje al Huáscar puede ser tomado como un acometimiento completamente valeroso. Es sólo la desesperada -y lógica, al ser la única que le va quedando- de un comandante cuya embarcación ha sido espoleada transformando su naufragio en un hecho inminente. La consecuencia era la misma de haberse quedado en la Esmeralda: lo que hace la diferencia es la espectacularidad del gesto.

Que no se malinterprete. No pretendo efectuar una apología de las conductas más comunes de los marineros -y de todo conjunto que se puede describir como un grupo masculino porque practican una actividad que por sus características puede dar lugar a una demostración de los estereotipos de dicha masculinidad-. De hecho me confieso admirador de la actitud de fidelidad que Pratt mantuvo hacia su esposa, así como de sus esfuerzos por, al menos en el campo intelectual, ir más allá de un miembro promedio de la Armada. Sin embargo, es menester recalcar que lo de don Arturo es el típico culto que los chilenos le realizan a una persona que fue despreciada en vida, sobre quien luego de su fallecimiento existe una suerte de arrepentimiento comunitario (bastante hipócrita por lo demás) Es lo mismo que ocurre con Violeta Parra, Vicente Huidobro, Pablo de Rokha o Salvador Allende. Al menos con el héroe de la Esmeralda no fue necesario que se diese un consenso en el extranjero sobre la importancia de su figura, para llegar a darle el reconocimiento que se merece (o quizá sí: no olvidar que el primero en realzar su arrojo fue Miguel Grau). El problema es que estas acciones de penitencia siempre han traídos aparejadas a su vez, sensaciones de resentimiento colectivo hacia quienes sí lograron un mínimo de aprecio cuando caminaban por el planeta. Así, en el caso de los poetas recién citados, su descubrimiento ha significado igualmente la aparición de comentarios muy malintencionados sobre Pablo Neruda -aparte del olvido en que ha caído el premio Nobel-. Y en cuanto a marinos se refiere, los respetos al abogado que saltó a la cubierta del Huáscar han implicado como de si de mirarse en el espejo se tratase, una postura hacia insolente hacia gente como Condell, que, lo queramos o no, hizo algo más determinante para las aspiraciones chilenas en la guerra del Pacífico. Aunque haya tenido que acostarse con prostitutas para pensarlo.

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