jueves, 13 de septiembre de 2012

Acusaciones en Democracia

Las autoridades suecas han insistido hasta el cansancio, que el enjuiciamiento en contra del fundador de Wikileaks, Julian Assange, por lo cual han solicitado su traslado desde el Reino Unido, es por un hecho puntual relacionado con un abuso sexual y no existen pretensiones ocultas de extraditarlo a Estados Unidos, donde podría recibir, producto de la revelación de documentos clasificados y de correos electrónicos de autoridades norteamericanas, una condena hasta de presidio perpetuo. Tanto han arrojado el cántaro al agua con sus explicaciones, que ya se están tornando poco creíbles. En especial, si se analiza la naturaleza de la acusación levantada en el país nórdico: una denuncia por haber tenido un coito sin condón, que es un tipo de resguardo que en cualquier otro lugar del mundo los ciudadanos siquiera se imaginan que puede existir.

Más allá de la sospechosa triangulación que algunos aseveran se ha urdido entre británicos, suecos y estadounidenses, lo que más debe llamar la atención, y por ende generar mayor preocupación, es la frecuencia conque esta clase de hechos se suscitan en las auto proclamadas avanzadas democracias occidentales. Dichos gobiernos se presentan ante el mundo como ejemplos de libertad de expresión, pero al final sus dirigentes no dejan de obedecer a instintos primigenios y se ven en la necesidad de armar en torno a sí un blindaje a veces similar al de las dictaduras, con el objetivo de contrarrestar los discursos disidentes que son capaces de derivar en masivas manifestaciones sociales con la consiguiente pérdida de poder y el remplazo forzado de autoridades que a base de ganar elecciones también empezaban a eternizarse. En este contexto, cruzado de campañas políticas y liderazgos carismáticos, es imprescindible encontrar una combinación perfecta que permita pararse frente a la opinión pública y decirle que el encartamiento de una persona que se está haciendo conocida por sus críticas a lo establecido no constituye un ataque a su derecho a disentir, sino que se trata de un procedimiento normal en una sociedad civilizada. Y qué mejor instancia para cumplir tal propósito que acusar al odioso de un delito común, cuya persecución además se supone es la característica inconfundible que tienen los sistemas judiciales democráticos para diferenciarse de los Estados autoritarios, que suelen llenar sus cárceles con los llamados "presos de conciencia". Eso, por supuesto sin contar la sensación que produce en el receptor el que un aparato confiable -porque es el producto, directo o indirecto, de comicios participativos- descubra que el individuo que sindica a una estructura como corrupta no es más que un simple criminal.

 En Chile ya se supo de lo mismo cuando la cineasta Eliana Varela, en plena etapa de producción de un documental de denuncia contra la represión de los mapuches en el sur del país, fue encarcelada de manera preventiva, y mantenida en prisión durante casi un año, acusada de haber participado en un asalto a un banco, juicio que finalmente acabó en su absolución. Ya en el pasado, en Estados Unidos importantes dirigentes sociales y raciales han sido enjuiciados y condenados con pruebas amañadas de homicidio, por ejemplo el líder indígena Leonard Pielter, que aún permanece cautivo. Lo más grave de estas situaciones queda al descubierto cuando se la compara con los procesamientos de carácter político que efectúan determinados gobiernos autoritarios o que no encajan en la definición de una democracia occidental. Al menos, en esos últimos casos la persona sabe que le están coartando su libertad a causa de sus declaraciones o sus actividades, y por ende no se ve en el enorme problema de tener que demostrar su inocencia contra una acusación falsa que además está relacionada con una acción punible en cualquier parte del mundo y rechazada en forma transversal. Sin contar que en ambos casos el peso de la estructura pública es idéntico, pero mientras quien es inhibido por una dictadura cuenta a su favor con la solidaridad internacional, el otro suele enfrentar las imputaciones en la más absoluta soledad.

Luego basta solamente aplicar la lógica. ¿Qué es más eficaz? ¿Que a uno lo encierren por bailar en las escalinatas de un templo y gritar contra el presidente del país? ¿O que lo tachen de psicópata sexual, ladrón o asesino? Lo primero es algo inaceptable en cualquier sistema que se aprecie de democrático, mientras que lo segundo es justamente contra lo que una sociedad democrática debe actuar. Entonces, la eficiencia de una estructura que se ufana de garantizar la libertad de expresión radica precisamente en coartar dicha libertad con un subterfugio que al menos por el momento deje fuera de la jugada los intentos de reclamo. Y que de nuevo responda con la represión hacia quienes no se adaptan a sus preceptos. La supuesta seguridad ciudadana, que termina asegurando a ciertos ciudadanos más que a otros.

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