jueves, 19 de abril de 2012

A La Caza del Ratón

Más allá del debate acerca de si, en una época en donde tanto se insiste en los valores de la democracia, resulta anacrónico mantener política y económicamente a una monarquía: la verdad es que hay bastante de mala leche en todo este asunto del rey español, Juan Carlos de Borbón y Borbón, y las críticas que ha recibido por su participación en una cacería de elefantes en Botsuana. Toda esta supuesta "investigación periodística" recuerda a esa hoguera de frivolidades que la prensa sensacionalista inglesa -mejor dicho la prensa inglesa- tejió en torno a la familia de soberanos británica, en especial a los príncipes herederos, montaje que debe considerarse entre la serie de factores que remataron en la trágica muerte de Diana de Gales. En ambos casos, huele a una intención de emplear una institución a la cual no se le encuentra otra utilidad en el mundo contemporáneo, con el propósito de desviar la atención sobre problemas más urgentes. Conclusión que no necesariamente tiene que provenir de un nostálgico por las costumbres cortesanas: en especial, cuando se observa que varios de quienes ahora reniegan de la sangre azul, en el pasado se congregaban en las principales calles de las ciudades para celebrar las bodas de estos personajes, conducta que lo más probable es que se repita en el futuro.

Los mayores reclamos que ha concitado la actitud de Juan Carlos, aparte de la sensibilidad extrema que en el último tiempo ha venido cobrando el asunto de los "derechos de los animales", provienen del hecho que el mismo rey lidera una organización que justamente se dedica a la protección de los "hermanos menores", a la cual al parecer, además le dona una parte importante de su sueldo ( el mismo que recibe gracias a los impuestos de todos los españoles, por hacer nada excepto contribuir a la supervivencia de tales entidades). Sus detractores, entonces, recurren al manido calificativo de la inconsecuencia. Una vara de medición que, y esto es menester decirlo ya desde la partida, resulta anómala de usar aquí. Pues desde tiempos ignotos las personas adineradas, así como los nobles y desde luego los monarcas, han practicado la cacería y el safari a tierras exóticas como deporte, transformándose dichas conductas en una especie de sello que demuestra la altura de estatus. Por ende, si el monarca ibérico debe pedir perdón por algo, es por haber integrado el organismo que busca impedir la matanza de seres inferiores, porque constituye un lavado de imagen: un intento por dejar en la opinión pública la sensación de un soberano moderno que ha abandonado vicios del pasado aunque éstos pertenezcan a la tradición, factor a considerar dentro de los códigos consuetudinarios de la nobleza. Ahí radica el destino final de su supuesta hipocresía. Fuera de ocupar el erario público en estos menesteres por supuesto (lo que no es menor si nos referimos a ellos como "organizaciones no gubernamentales").

Pero ya que hablamos de inconsecuencia y de hipocresía, es justo ver en qué estado se encuentra la viga del ojo propio. En particular, porque esta actitud de doble rasero es muy común entre los europeos más acaudalados, entre quienes se hallan varios que también se lamentan por el sufrimiento animal, que por cierto se ha transformado en una religión de moda en el viejo continente, en especial entre personas adineradas o de alta formación intelectual, a quienes les asusta que los encasillen en el grupo de los retrógradas y los extemporáneos. Sucede que bastantes de quienes alegan contra la eliminación de los perros callejeros, el consumo de carne o los rituales islámicos que incluyen sacrificios de especies menores, suelen viajar en sus vacaciones al África o a cualquier destino turístico alejado de la televisión para hacer safari. Y ya de regreso en sus países de origen, no ocultan su orgullo y muestran a sus familiares las fotos en las cuales posan felices delante de las fieras muertas, además de colgar en sus paredes las cabezas de las presas sacrificadas. Tal vez no son víctimas de la exposición pública de un rey, o por no pertenecer a una monarquía se evitan el hostigamiento periodístico constante. Pero eso no significa que muestren una careta en una zona donde todos los reconocen y en otra donde nadie los identifica se comporte de una forma diametralmente opuesta. Ahora, es probable que se justifiquen a través de una excusa que el mismo entorno de Juan Carlos ha esgrimido, y que hasta cierto punto parece legítima: que en diversas ocasiones, los propios regentes de los parques e incluso los gobiernos de esos países le solicitan a estos francotiradores que canalicen sus ansias regulando la sobre población de bestias que hay dentro de su territorio. Cuestión que por cierto estuvo presente en el incidente de Botsuana.

Sin embargo, aún con todo eso la pregunta persiste en el ambiente. ¿Por qué estas fundaciones se oponen con tanta tenacidad a la eliminación de los perros callejeros, en Europa o América, cuando sus líderes, en sitios reservados exclusivamente para ellos, no tienen ningún reparo en eliminar ejemplares con el propósito de mantener un hábitat estable? ¿No puede considerarse acaso la reducción canina un mecanismo para disminuir la sobre población? Da la impresión, como ocurre con todos aquellos que se instalan por diversas razones -poder político, solvencia económica, influencia social- en un pedestal incuestionable, que estos defensores de los animales actúan del mismo modo que los hipócritas más convencionales: dictan las normas para ser los primeros en transgredirlas, amparados justamente en las atribuciones que se toman en atención a su posición.  Y lo curioso es que los safaris les permiten satisfacer un ansia que los impulsa a participar en estas organizaciones: la de acercarse a la naturaleza salvaje y disfrutar de ella, eso sí tras pactar ciertas reglas que les aseguran salir vencedores a todo evento, con la ventaja de que la contra parte no puede hablar ni mucho menos razonar.

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