domingo, 13 de noviembre de 2016

Homo Stultorum

La estupidez humana no tiene límites, decía Einstein. Una afirmación que resume de la manera más simple y clara posible esa condición de naturaleza caída predispuesta al mal y al pecado que la Biblia -con un nivel de acierto digno de un libro inspirado- le atribuye a nuestra especie. Y que le permite a un ciudadano escasamente ducho en temas relacionados con las Escrituras y el cristianismo, descubrir de manera casi inmediata la asociación existente entre ambos conceptos. Algo que el físico debió dominar con relativa facilidad, pues a causa de su origen judío, al menos hubo de recibir información detallada sobre el Antiguo Testamento. Nociones que le permitieron explicar una verdad ya explicitada desde el Génesis, con un lenguaje secular, digno de quien lo emite, pero a la vez comprensible para quien no está familiarizado con la teología.

Este martes recién pasado, precisamente se dio una de las demostraciones más potentes de la estupidez humana como uno de los comportamientos más visibles y palpables entre los tantos que derivan de la naturaleza caída. Fue en Estados Unidos, con la elección de Donald Trump. No es necesario reiterar el nivel de torpeza del pueblo -más bien chusma- de ese país al votar mayoritariamente por ese magnate como presidente. Tampoco recordar los argumentos que llevan a concluir que ése fue un acto resultante del peor de los desquiciamientos. Sólo cabe citar la cantidad de ocasiones que en la Biblia aparecen personajes que con sus acciones le hicieron un enorme daño a quienes los rodeaban y a los cuales el Libro, para que el lector tuviera bien en claro el nivel de maldad que portaban, los retrató como simples imbéciles. Eva, Nemrod o Sedequías en el Viejo Testamento; en el Nuevo, los fariseos, a quienes Jesús no tardaba de dejar en ridículo. Todos ellos, además, sujetos con buenas dosis de poder y de carisma capaces de arrastrar a una masa de incautos que por cierto no quedan mejor parados, y es que finalmente su ceguera fue el producto de una decisión absolutamente voluntaria, impulsada porque alguien con más recursos económicos y sociales que les hablaba sobre lo que querían oír.

Ese libreto se repitió, de forma casi similar, el martes recién pasado. Un populacho, arrojado a una solución que les fue presentada como la más fácil, se rodeó en torno a un maestro de acuerdo a sus propias conveniencias. O concupiscencias, como aseveraría Pablo. Y para continuar con la analogía respecto de la exhortación que el apóstol de los gentiles le hizo a Timoteo, podríamos agregar que cerraron sus oídos y en especial sus mentes a la verdad, que les demandaba un mínimo esfuerzo, y se volcaron a las fábulas mágicas y llenas de mensajes maravillosos (teorías conspirativas, eslóganes publicitarios, discursos falsamente novedosos). No se trató de una sicosis colectiva o una incapacidad cerebral, sino de una idiotez consciente, sobre la que se puede argüir que fue acompañada de unos grados de ignorancia, pero que al final del día nadie puede negar que fue un acto surgido de la más absoluta voluntad de quienes lo ejecutaron. Lo que se refleja en la aceptación, tácita al menos, de los comentarios racistas e insultantes de Trump, hacia todo grupo que él consideraba tan distinto como despreciable, ya sea inmigrantes, personas no blancas en general, mujeres u homosexuales. Afán de exclusión que sus votantes ya están haciendo implícitos a través de actos netamente explícitos, como lo prueban las agresiones que, ya a horas del triunfo electoral del magnate, empezaron a sufrir representantes de esos colectivos contra quienes él o aquellos que le apoyaban lanzaban sus odiosas diatribas.

Una simbiosis entre estupidez y naturaleza caída que también se da entre los cristianos estadounidenses, quienes no en masa, pero sí mayoritariamente, sufragaron en favor de Trump. Muchos de ellos, movidos sólo por una abierta expresión de animosidad con un determinado tipo de conciudadano, en este caso los gay y las parejas que optan por el aborto y los anticonceptivos. No repararon en la situación de sus hermanos negros o latinos -quienes fueron víctimas de ataques incluso bastante tiempo antes de los comicios-. Ni siquiera en las promesas del magnate que consiguieron que un amplio espectro de votantes que no asisten al menos regularmente a una iglesia -ni suelen participar en una elección- finalmente le otorgaran el triunfo. Sólo dispusieron sus orejas y neuronas para un mensaje simplista que sólo les interesaba a ellos, pero no a sus propios correligionarios, buena parte de sus prójimos e incluso al mismo Señor. Con lo que terminaron admitiendo -y justificando- la violencia de unos discursos que ya comienzan a transformarse en acciones, como lo atestiguan los hechos mencionados en el párrafo anterior. Tal parece que la especie no debería llamarse homo sapiens, sino homo stultorum. Sería el más "científico" de los nombres.


                                                                                                     

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