miércoles, 1 de enero de 2014

El Problema de las Expectativas

No nos pondremos a discutir a estas alturas si el gobierno de Piñera fue correcto o incorrecto. Desde luego que hizo cosas buenas, y como todos los mandatarios, alcanzó a cumplir una fracción de sus promesas electorales. El problema está en la percepción de los destinatarios, quienes en todo caso tienen argumentos comprensibles para rechazar los resultados finales de esta legislatura, la que ha ocasionado una sensación de que desde sus inicios han permanecido completamente disociada, y de manera deliberada, de las inquietudes de los ciudadanos.

Quizá si la causa más determinante en el descontento social sean las expectativas que generó Sebastián Piñera respecto de su eventual gobierno ya durante la campaña electoral. Algunas de ellas eran de origen espontáneo y por ende no se le pueden atribuir a él o sus asesores. Entre ellas, se encontraba el hecho de tratarse de la primera administración derechista tras el fin de la dictadura militar y luego de más de medio siglo en que ese sector político no accedía al poder por vía de las urnas (algo que además había conseguido sólo en dos ocasiones desde que se implantó el sufragio universal, con los Alessandri, Arturo y Jorge respectivamente, padre e hijo para más inri). Por contraste, se triunfaba sobre unos adversarios que más que desgastados por el trajín de administrar el país, se hallaban en franca decadencia, situación que quedó en evidencia en la forma que estos últimos enfrentaron los mismos comicios.

Sin embargo, en tal contexto resulta interesante comparar lo obrado por los hombres de Piñera con lo efectuado durante el mandato de Patricio Aylwin, que marcó el retorno a la democracia. En aquel instante, producto de causas igualmente obvias -la salida de una dictadura, con toda la carga negativa que ella implicaba-, igualmente se había generado un alto grado de expectativas entre los electores de lo que hasta el once de marzo de 1990 conformaba la oposición. No obstante, los propios integrantes de esa campaña se tomaron el tiempo de hacer aterrizar las ilusiones, algunas muy desmedidas, de los votantes incluso dos años antes de los comicios definitivos. Es cierto que fueron excesivamente pusilánimes en ciertos aspectos. Pero cuando menos consiguieron manejar una legislatura con una cantidad mínima de accidentes, que les dio la opción de entregar el mando a un grupo de correligionarios, lo cual, por el apoyo que tenía el régimen militar entonces, podía no haber acaecido. Muy diferente a lo que ocurrió con el círculo allegado a Sebastián, quienes arribaron a la administración con el engreimiento avasallador que caracteriza a los representantes del liberalismo y el conservadurismo derechistas que además detentan buena parte de los recursos económicos -y las ventajas sociales que eso implica-, y que por tratarse de los grandes ganadores en el sentido bravucón del término, en todos sus aspectos -elecciones, ostentación pecuniaria-, aparte de ufanarse de un ligamiento con el mundo religioso muy importante: habían adquirido la capacidad de obrar correctamente sólo por inercia.

Fue eso lo que hundió al gobierno de Piñera. El asunto de creerse los perfectos, los iluminados por la iglesia católica -y por su intermedio por los dioses-, los que jamás iban a apropiarse de fondos públicos porque tenían dinero a raudales, que incluso, como sucedía con las donaciones de caridad que periódicamente solían anunciar -más que hacer-, iban a disponer de su peculio para corregir las anomalías sociales del país. En efecto fueron escasos los escándalos por malversación de caudales, pero a cambio los bochornos ocasionados por gestiones llenas de prodigalidad, como lo acaecido con el censo de 2012, resultaron muy evidentes. Hay ahí un mensaje: de que estos tipos se sienten mejor en el mundo privado, donde además quieren enviar a la demás gente. Crear, con lo ajeno, la desgracia.

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