jueves, 14 de febrero de 2013

La Gran Ramera Cobraba Caro

¿A qué se estaba refiriendo Benedicto XVI cuando usó la expresión "falta de fuerzas" para justificar su renuncia al papado, un hecho que ocurría por primera vez después de seis siglos? ¿Los innumerables casos de pedofilia que debió enfrentar y resolver, lo tenían agotado? ¿Sintió una suerte de presión adicional al tratarse de actos protagonizados por protegidos de su antecesor, de quien fue su mano derecha y confidente, condición que finalmente lo condujo al trono de la llamada "silla de Pedro"? Se trataría, entonces, de una crisis de ansiedad provocada desde dos frentes, al verse por un lado como un traidor hacia quien lo llevó al sitio en que aún permanece (su abdicación se hará efectiva en los próximos días), y por otro, con una obligación inevitable de responder a unas víctimas que durante décadas esperaban justicia. O, como muchos especulan tras oír este por supuesto sorprendente anuncio, ¿no fue capaz de ordenar el supuesto hervidero de luchas de poder que se tejería al interior de la iglesia católica, en especial al interior de las altas esferas?

La última aparece como la explicación más acertada. Al menos desde que el cristianismo es catolicismo, e incluso un poco antes, la autoridad papal ha sido una instancia de poder enorme y por lo mismo muy codiciada. Los ricos franceses medievales lo aprendieron con una inusual ventaja, y en su momento cuando ostentaron la cima económica, no dudaron en atraer a su seno la política, moviendo, como la propia Biblia lo sugería, la montaña en lugar de escalarla, aunque no en base a la fe, lo cual redundó en el traslado del pontificado por más de setenta años en el siglo XIV a Avignon. En la actualidad, si bien el romanismo ha perdido una buena fracción de su influencia y su hegemonía -incluso en el ámbito espiritual-, y muestra de ello es el mediano interés que ha surtido esta noticia en la opinión pública, su máxima regencia continúa siendo capaz de otorgar considerables réditos a quien la ocupe o esté ligado de modo muy íntimo a ella. Por ende no resulta extraño especular respecto de que los rumores de palacio, que por lo demás se dan en cualquier clase de gobierno y de modo especialmente delicado en las monarquías, sean sucesorias o como en el caso que nos atañe medianamente electivas, hayan estado presentes también en el entorno del Vaticano durante los casi ocho años de gobierno de Benedicto, al extremo de que estas situaciones se hayan finalmente tornado en las zancadillas que acabaron en su jubilación "voluntaria". Además, y no es necesario reiterarlo en este artículo, la iglesia no precisamente se ha caracterizado por seguir las doctrinas de Jesús, tanto en el pasado como en el presente. Y en tal sentido los caprichos y ambiciones personales, cuando no caben en el ego propio, pueden hasta pasar por encima del respeto que se le debe a los mayores dirigentes, como lo prueba la lista de papas asesinados, derrocados, excomulgados o condenados tras su muerte en variados pasajes de la historia. A los que es posible añadir comentarios que afectan a épocas recientes, como la tesis que asevera que Juan Pablo I habría sido envenenado.

Tengo una teoría personal acerca de lo acaecido. Juan Pablo II, el antecesor del renunciado Benedicto, logró mantener bajo las cenizas las intrigas y las ambiciones de poder, merced a un comportamiento reaccionario que en algún instante fue visto de manera positiva por la opinión pública -católica y secular- ya que consiguió ciertos pinitos (o al menos coincidió con determinados acontecimientos) como la caída del comunismo en Europa del Este y el hecho de que cuando menos se colocara en el debate la moralina sexual, que parecía desterrada de la humanidad tras la década de los sesenta. De forma adicional, el carácter autoritario de Wojtyla -que de todos modos se traducía en un apreciable don de mando- unido a su carisma mediático -dos elementos que se pueden hallar en cualquier dictador que se precie de tal, y que aparte son añorados por quien busca el discurso conservador- constituyeron factores de aglutinación en el seno del romanismo, cuyos máximos representantes se dividían por entonces entre ampliar las tenues muestras de apertura expresadas en Vaticano II o en detener un proceso que para algunos podía desembocar en la disolución de la idiosincrasia institucional. Pero luego que el polaco falleció, las brasas subyacentes empezaron a emerger y lo primero que salió a la luz fueron los mencionados casos de pedofilia que involucraban a personeros protegidos por su gobierno, lo cual dejaba en entredicho a un individuo considerado ejemplar, así como su administración, por lo que iba directo a una rápida canonización. Ratzinger, quizá con "dolor de corazón" debió inclinarse del lado de las víctimas, satisfaciendo además a una ciudadanía que empezaba a sentirse desengañada. De seguro que esto derivó en un círculo vicioso, en el sentido de que los cardenales y sacerdotes más ligados al anterior papa (que se mantuvo en el trono por casi veintisiete años, periodo suficiente para crear una férrea red de apoyo alrededor, a lo que por supuesto ayudó su mencionada capacidad de gestión), nunca se tragaron esta tolerancia a los reclamos fuera de todo provenientes de laicos, es decir sujetos menos instruidos en teología, que no tardaron en relacionar con el aumento del descrédito de la silla pontificia.

Esto, en una época en la cual el catolicismo sufrió una considerable baja de feligreses, ya sea producto del agnosticismo y el relativismo moral -cada día más crecientes en el primer mundo-, de la mayor adquisición de poder por parte del islam -en África y Asia- o de la expansión de las iglesias evangélicas en América Latina. Lo cual redunda en mermas económicas, por concepto de donaciones y contribuciones monetarias, que a la larga siempre es lo que más se padece. Para colmo los puntos negros del romanismo no se remitieron al abuso de niños sino que muy por el contrario, en el último tiempo incluyeron situaciones de delitos económicos y vínculos con la mafia, como lo probó el reciente escándalo del Instituto de Obras de Religión, con justicia denominado como Banco Vaticano. Con lo que quedó la sensación de que el papismo era un receptáculo de todos los males posibles. Quizás ahí estuvo el talón de Aquiles de Benedicto. Le faltaron fuerzas para domar a la Gran Ramera, que como debió experimentarlo el mismo pontífice en "carne propia", suele cobrar bastante caro.

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