domingo, 1 de marzo de 2015

Y Si Se Van Todos Qué

Frente a la serie de casos de corrupción, ya sea de connotación legal o simplemente ética, en los cuales han aparecido involucrados políticos de todos los sectores, algunos ciudadanos han comenzado a replicar, a través de conversaciones privadas o las redes sociales, el eslogan "que se vayan todos", popularizado en Argentina a fines del 2001, cuando ese país se hallaba en el punto más bajo de una crisis económica sin precedentes. Por su parte, quienes representan a las clases dirigentes, así como una serie de analistas que viven de comentar la actividad pública, se están colocando el parche antes de la herida y expresando su temor porque tal reclamo empiece a subir de tono, y se convierta en una exigencia generalizada que se acabe concretando y al mismo tiempo dejando un vacío de poder, el cual finalmente acabe llenado por un caudillo demagogo quien termine arrastrando a la nación a una situación todavía peor. Muchos de estos opinantes se apresuran justamente en citar por segunda ocasión el ejemplo trasandino, donde el marasmo sufrido hace una década atrás, remató en el ascenso del matrimonio Kirchner Fernández, que según sus observaciones está conduciendo a ese territorio a un despeñadero tan profundo como aquel del que tuvieron que salir.

En primer lugar, cabe señalar que dichos sujetos, más que analistas, son alarmistas. Es difícil que en Chile la actividad política llegue a esa situación de aniquilación total. Primero, porque sus practicantes, a pesar del sinnúmero de defectos que exhiben, cuentan con la capacidad de sostenerse tanto a sí mismos como al sistema, obviamente por esos mismos vínculos mantenidos con los empresarios que han sido tan criticados en la actualidad, y además, y aunque no lo parezca, debido a que aquí todavía existen robustos cimientos de ética, honestidad ideológica y vocación de servicio. Segundo, porque tampoco el ciudadano común chileno es dado a organizar protestas que lleven a un nivel tan extremo de demolición, quizá en parte a causa de los acaecimientos de los años 1970, pero igualmente, porque sabe, o al menos intuye, que el grueso de sus dirigentes no son unos corruptos convulsivos (en realidad, los pocos desfalcadores que hay sólo son corruptos a secas) y que en el peor de los casos se puede confiar en ellos en términos generales. La conclusión a extraer de estos artículos que invocan la preocupación, es que se trata del miedo de ciertas personas que vislumbran la posibilidad de perder los privilegios que han alcanzados merced precisamente al andar de los actuales políticos. Es decir, el siempre presente temor a un monstruo quimérico, en este caso alimentado por voces cada día más altisonantes -aunque poco efectivas- que reclaman asamblea constituyente o la desaparición de los más acaudalados de la actividad pública.

No obstante, coloquémonos en el lugar de las especulaciones y supongamos que la masa política llega a caer en un desprestigio catastrófico o al menos ve significativamente disminuido su grado de influencia (lo último, en todo caso, es plausible que pueda ocurrir en Chile). Lo más probable es que la consecuencia más inmediata no sea la aparición de ese caudillo equivalente a Hitler, Marcos o Duvalier, ya que esta sociedad no está en condiciones de aceptar eso, ni mucho menos tiene el atrevimiento suficiente para allanar el camino. Sin embargo, lo que sí podría darse es que instituciones que no debieran ocupar el espacio de la actividad pública partidista empiecen a crecer y a afianzarse, como los representantes de alguna religión o los mismos gremios empresariales, que por cierto están saliendo casi indemnes, en una trifulca que se originó por los vínculos a veces demasiado estrechos que tenían con determinados políticos. Ya hemos sidos testigos de cómo, ante la debacle que la derecha reaccionaria experimentó en las recientes elecciones, la iglesia católica ha tomado el relevo y se ha transformado en el portavoz de las ideas que ellos defendían, referidas al freno de la reforma educacional o la oposición a legalizar el llamado aborto terapéutico. Cabe recordar a propósito, lo que acaeció en Rusia u otros países comunistas tras la caída de los socialismos reales, donde círculos eclesiásticos católicos u ortodoxos pasaron a ocupar el espacio que quedó vacante, lo cual les ha permitido imponer restricciones que hacen dudar de que esos sean sistemas democráticos. O lo acontecido en Egipto con los musulmanes observantes y después con los militares, que por cierto en América Latina no han dejado de intentar resolver las cosas. O la coyuntura en Ucrania, donde un movimiento civil sin rumbo fijo se decantó en la erección de un acaudalado chocolatero, que en los meses que lleva de gobierno sólo ha contribuido a empeorar la de por sí precaria situación.

Ahí sí que me sumo al temor. ¿Qué pasaría si el río revuelto deviene en ganancia, por ejemplo, para la iglesia católica, institución muy poderosa y la que por cierto tiene más lazos con los círculos empresariales que los propios políticos? Nos ha costado mucho sacar a los obispos del primer plano, algo que sólo se produjo tras los diversos casos de pedofilia en los cuales estuvieron envueltos sacerdotes, algunos de alto rango, y que tampoco fueron fáciles de desenmascarar. Creemos que no contamos con un conjunto de pirañas al acecho, dispuestas a dar el asalto final al menor descuido, cuando la realidad es diametralmente distinta. Y de hecho se trata del colectivo más peligroso, porque es el del cual menos se sospecha, dado que trabaja con la espiritualidad y por extensión con la sensibilidad. No sea que en un futuro cercano debamos aguantar de nuevo a esos sujetos, ahora con el dedo apuntándonos en base a que actuamos mal porque no quisimos gobernar sin sus órdenes ni consejos. Obligándonos a cargar con una culpa más, y resignados a golpearnos el pecho con una pistola cargada y con su bala pasada.

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